La Resurrección del Señor

junio 2023 – Página 2 – Espiritualidad digital

Que alguien sostenga al boxeador sonado

Algo le ha sucedido al corazón humano, y ese algo tiene que ver con el pecado. Ha recibido un fuerte golpe, y camina como un boxeador noqueado que ha perdido el equilibrio y se tambalea buscando apoyo en las cuerdas del cuadrilátero, o como un pobre borracho que caminara abrazándose a las farolas y a los muros para no caerse. Necesita agarrarse a algo o a alguien que lo sustente. Por eso, se apega a las criaturas buscando seguridades.

Y, en medio de su mareo, lo peor que puede sucederle es que llegue un falso asceta a gritarle: «¡No te apegues! No debes necesitar a nada ni a nadie. Rompe tus ataduras». Entonces, el pobre corazón responde: «¡Si las rompo, me caigo!». Con razón.

No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra. Haceos tesoros en el cielo. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón. Para el corazón humano, la libertad no consiste en romper los apegos, sino en apegarse al Único que puede sustentarlo. ¿Te sientes apegado a algo o a alguien? Abrázate al sagrario, encadénate al Crucifijo, enamórate locamente del Señor. Y ya no necesitarás a nada ni a nadie. El ascetismo, sin oración, es un suicidio.

(TOI11V)

¿Por qué pedir?

Por un lado, me consuela saber que no tengo que convencer a Dios, ni preparar un discurso para que se dé cuenta de lo mucho que necesito lo que le pido. Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Me tranquiliza saber que Dios sabe lo que necesito, incluso cuando es distinto de lo que pido.

Pero, por otro lado… Entonces, ¿para qué pedir? Julián, el camarero del restaurante al que acudo los jueves, sabe que el P Guillermo y yo tomamos vino y agua para beber. Nunca nos pregunta, nos lo sirve y tan contentos. Igual un día le sorprendemos pidiéndole zumo de zanahoria, pero no es probable. Al menos, en mi caso.

¿Por qué, entonces, si Dios sabe lo que necesito, quiere que se lo pida? Desde luego, no porque necesite información. Quiere que se lo pida porque pedir me hace niño; porque me recuerda mi pobreza y mi impotencia; porque me hace humilde y perseverante… En definitiva, porque pedir me recuerda quién soy yo y quién es Él.

(TOI11J)

El pudor y la piedad

Dice san Josemaría que el pudor y la modestia son hermanos pequeños de la pureza. Pero la familia es más numerosa. El pudor también se aplica a la piedad, donde nos moverá a guardar el secreto de nuestra intimidad con Dios.

No me gusta, cuando celebro la Misa, ver a dos enamorados acurrucaditos en el banco de la iglesia, aunque sean esposos. No es lugar para eso. Pero tampoco me gusta ver a personas que rezan postradas en el suelo, o con los brazos en cruz, ante todo el mundo. Ni que se me arrodillen en el suelo para comulgar, cuando tengo un comulgatorio en la fila central donde pueden hacerlo sin llamar la atención.

Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. No creo que las personas a quienes me refiero obren así para llamar la atención. Pero les falta pudor. Hay algo secreto en la intimidad con Dios que debe preservarse para que no se malogre. En el templo, sólo Cristo debe llamar la atención. Nosotros, cuanto más modositos, mejor. El romance debe ir por dentro.

(TOI11X)

El imperativo imposible

No he logrado encontrar en el Antiguo Testamento la segunda parte de la cita propuesta por Jesús: Habéis oído que se dijo: «”Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo». El mandato de amar al prójimo aparece muchas veces, pero en ningún lugar he encontrado el mandato de aborrecer al enemigo. Quizá se trata de una interpretación realizada por Jesús en forma de concesión. El mandato del amor se ceñía al prójimo, al amigo, pero no abarcaba al enemigo, a quien estaba permitido aborrecer. Era la ley de lo posible. ¿Quién puede amar a quien le rompe el corazón?

Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos. Cristo llevó el Decálogo, de la ley de lo posible, a las alturas del imperativo imposible. El corazón humano no puede amar al enemigo.

Pero hay algo nuevo en los imperativos imposibles de Cristo. ¿No era un imperativo imposible el «levántate y anda» que dirigía a los paralíticos, o el «recobra la vista» que dirigía a los ciegos? Y, al ser acogidos por el enfermo, esos imperativos obraban lo que mandaban.

Quizá, si acogiéramos dócilmente en el corazón el imperativo imposible «amad a vuestros enemigos», veríamos milagros de caridad en nuestras vidas.

(TOI11M)

El amor paciente

Mucha gente identifica la paciencia con la espera. Has quedado a una hora con un amigo, se retrasa más de diez minutos, y, mientras miras el reloj, te dices: «¡Paciencia!».

Pero la espera no agota el contenido de la paciencia. La paciencia consiste en saber padecer, en padecer sin alterarse. Y eso sirve para sufrir al amigo que llega tarde y, también, para sufrir al enemigo que te abofetea.

Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra.

El concepto hedonista del amor que se consume hoy día parece decirnos que amar significa gozar del ser amado. Por eso, cuando dos personas ya no encuentran satisfacción recíproca concluyen que el amor ha muerto. Por desgracia, así se rompen muchos matrimonios. «Estar juntos ya no nos aporta nada», dicen, como si el amor conyugal tuviera que responder a los parámetros de un fondo de inversión.

Pero el amor no es un fondo de inversión. No sólo amamos al hermano cuando gozamos de él. Lo amamos, muy especialmente, cuando lo sufrimos. El Señor nos ha sufrido, y así nos ha amado y redimido. Y nosotros, si queremos aprender a amar, tendremos que aprender a sufrirnos unos a otros con paciencia.

(TOI11L)

Entonces seréis cristianos

Me preocupa la mirada de indignación que muchos supuestos cristianos dirigen hacia el mundo. Ven a las gentes seducidas por las ideologías de moda, alejadas de Dios y de la Iglesia, y parecen exclamar: «¡Qué vergüenza! ¡Hasta dónde vamos a llegar!».

A mí me avergüenzan ellos. Porque esa indignación les hace protegerse del mundo, encerrarse en sus familias, enclaustrarse en parroquias y ambientes «piadosos» y creer que van a salvarse por haber pasado horas y horas rodeados de incienso y agua bendita mientras los hombres se pierden.

Pero el verdadero cristianismo consiste en mirar por los ojos de Cristo. Y Cristo, que se indignó ante la hipocresía de los fariseos, sin embargo, al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor».

Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. Dejad de quejaros, albergad en vuestros corazones la compasión del buen Pastor, amad a los hombres perdidos, salid de vuestras casas y vuestros templos, llevad el Amor de Dios a quienes no lo conocen. Entonces seréis cristianos.

(TOA11)

La sombra en la morada de la luz

La Iglesia celebra, el sábado siguiente a la solemnidad del sagrado Corazón de Jesús, la memoria del inmaculado Corazón de María. Libre de toda mácula de pecado, es el divino receptáculo donde se embalsan los sentimientos del corazón de su hijo. Son aguas limpias, dulces, que beben los pequeños al alimentarse del pecho materno.

Que no haya sombra de pecado en el Corazón de María no significa que estuviera libre del zarpazo de la muerte. Como su Hijo, la Virgen padeció dolores y angustias, pero esas angustias no fueron provocadas por el egoísmo, sino por las tinieblas de la Cruz, cuya sombra se cernió sobre María desde el principio. Son angustias santas.

Tu padre y yo te buscábamos angustiados. Durante tres días, preludio de otros tres que llegarían después, el Corazón de María se cubrió de tinieblas. Había perdido la luz, había desaparecido el Niño, y lloraba por dentro anticipando el grito desgarrador del Calvario: «Hijo mío, Hijo mío, ¿por qué me has abandonado?». Cuando, pasados esos tres días, volvió la luz, ella, que conservaba todo esto en su corazón, aprendió una lección que la iluminaría, como una lámpara, durante el Sábado Santo: jamás perdería a su Hijo para siempre.

(ICM)

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