La Resurrección del Señor

3 junio, 2023 – Espiritualidad digital

Cuando Dios nos amó hasta reventar

Con tanta naturalidad desplegó Jesús ante Nicodemo el misterio de la santísima Trinidad, que probablemente aquel fariseo ni se enteró de lo que oía:

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

¿No veis, tras esas palabras, a las tres divinas personas? Cuando Cristo dice «Dios» se refiere al Padre. Cuando dice «Unigénito» se refiere al Hijo. ¿Y el Espíritu Santo? ¿Detrás de qué palabra se oculta? Detrás de la más sublime: «Amó». Él es ese Amor.

Para consumo interno de las tres personas, el Padre ama al Hijo, y el Hijo ama al Padre. La corriente divina de Amor que fluye entre ellos es el Espíritu.

Pero el Espíritu se escapó hacia los hombres. Y tan fuerte fue su ímpetu, tanto amó el Padre a los hombres, que el Amor tiró del Hijo hacia la tierra y lo escondió en las purísimas entrañas de María. Más tarde, sobre la Cruz, el pecho del Hijo reventó, y el Espíritu se dispersó por la tierra llenando los corazones de los hombres. El alma en gracia, así unida a Cristo, es parte de la Trinidad.

(SSTRA)

El león que fue cordero

Hay algo majestuoso en la humanidad de Cristo. Las gentes sencillas, al conocerlo, se veían movidos a tratarlo con inmenso respeto, con veneración. Los propios demonios, ante el sonido de su voz, salían huyendo, porque reconocían en esa voz, y en esa majestad, la majestad del propio Dios. Ni siquiera clavado en la Cruz perdió Jesús ese tono de majestad, que cautivó al buen ladrón.

Había expulsado a los mercaderes del templo, que no temblaron tanto ante el látigo como ante quien lo empuñaba, y los fariseos, asombrados, le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad? No se explicaban el aire de majestad que veían en aquel hombre.

Pronto descubrieron que, aunque el Hijo de Dios había venido del cielo revestido de su autoridad regia, su poder, sin embargo, se lo había dejado junto al Padre. A pesar del señorío que parecía envolverlo, era fácil coronarlo de espinas, escupirlo y crucificarlo. Tan sólo había que evitar mirarlo a los ojos.

¡Qué aire de majestad rodea el sagrario! Y, sin embargo, ¡qué fácil es profanar la Eucaristía! Postrémonos nosotros ante esa autoridad, adorémosle, y así seremos admitidos en su presencia cuando Cristo vuelva revestido de poder.

(TOI08S)

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