La Resurrección del Señor

22 julio, 2023 – Espiritualidad digital

La paciencia de Dios

Siempre me ha asombrado ese Dios paciente, que deja crecer la cizaña junto con el trigo. Su campo, a los ojos de los hombres, no es, precisamente, modélico. ¿Quién es el dueño de este trigal? ¿No se da cuenta de que está lleno de cizaña? ¿Por qué no la arranca? ¿Es que ha olvidado su campo? ¿Por qué se matan los hombres? ¿Por qué se explota a niños y mujeres? ¿Por qué reinan la mentira, la violencia y la envidia? ¿De verdad queréis hacernos creer que existe un Dios? Si ese Dios del que habláis existiera, estas cosas no sucederían, Él no lo permitiría. A la vista de la propagación del mal, diremos que Dios no existe.

Dejadlos crecer juntos hasta la siega… Dios existe. Pero no es como vosotros lo imagináis. Dios permite. Dios espera. Dios sufre el mal, clavado en una Cruz, ahogado en cizaña y sembrado en un sepulcro como trigo.

Cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña. Pero, cuando ese momento llegue, Dios querría que no quedase ya cizaña porque, merced a la sangre de su Hijo y a la entrega de los santos, toda ella se hubiera convertido en trigo.

(TOA16)

La mujer eucarística

Si yo pudiera, nombraría a María Magdalena patrona de todas las sacristanas que, en nuestras parroquias, preparan los altares, limpian los ornamentos y tienen siempre a mano el purificador más limpio para el santo Sacrificio. Porque María Magdalena es una mujer profundamente eucarística, adoradora de ese cuerpo que ella ungió y al que quiso abrazarse cuando lo vio resucitado. Ese diálogo entre la santa y Jesús junto al sepulcro desprende brillos de Eucaristía.

Dime dónde lo has puesto… Así los ojos, clavados en la Hostia, gritan a las sagradas especies, apariencia de pan. «Sé que tienes guardado a mi Amor, dime dónde lo has puesto».

María… Así, como a ella, te llama Jesús por tu nombre desde la Hostia, cuando el sacerdote la eleva tras la consagración.

No me retengas… Lo has devorado, y quisieras abrazarlo y retenerlo para que no se escape, pero Él, una vez más, pasados unos minutos, se te escurre y tendrás que esperar hasta la misa siguiente para abrazarlo de nuevo.

De tu cuerpo se marcha, pero en tu alma se queda. Ve a mis hermanos… Y tú vuelves de misa lleno de Cristo, mientras tu rostro, resplandeciente de alegría, grita: He visto al Señor.

(2207)

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