La Resurrección del Señor

Espiritualidad digital – Página 7 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

La divina misericordia y las manos de los sacerdotes

El domingo de resurrección comenzó con una explosión de luz, y culminó, al caer la tarde, con un derramamiento de agua.

Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. En la versión que nos ofrece san Lucas, Jesús dice a los apóstoles: Se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén (Lc 24, 47).

Ambas declaraciones nos llevan a la misma imagen: Un río de agua que brota del costado de Cristo y recorre la Historia y el Orbe limpiando los pecados de los hombres. Y ese río pasa, siempre, a través de las manos de los sacerdotes. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados. Nadie, por más que lo pretenda, se confiesa «directamente con Dios». El caño de la divina misericordia en la Iglesia son las manos de los presbíteros. A ellas debemos acudir para beber de las fuentes de la salvación.

¡Bendita gracia, efusión de la divina misericordia! Ella limpia el pecado, llena de Dios el alma y nos convierte en templos. Y bendito sacerdocio, que convierte a hombres pecadores en dispensadores de tesoros celestiales.

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Un Evangelio escrito por escépticos

No puedo agradecer, ni a Dios ni a los hombres, un pecado, porque el pecado es el mal absoluto. Pero agradezco a Dios que permitiera esa falta de fe de los apóstoles que, al fin y al cabo, tan creíble ha hecho al Evangelio. ¿A qué me refiero? A que quienes nos han transmitido el hecho central de nuestra fe, la resurrección de Cristo, no eran, precisamente, unos fanáticos dispuestos a seguir la fiesta a toda costa tras la muerte de Jesús, sino unos auténticos cabezotas que se negaron a creer hasta que no tuvieron más remedio.

Estaban de duelo y llorando… No la creyeron… no los creyeron… Jesús les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado.

Éstos son quienes nos han transmitido el Evangelio: unos escépticos, unos pecadores que creyeron a su pesar, y sólo cuando habían visto. Pero a estos escépticos habrá que reconocerles que, una vez convertidos, no pudieron dejar de hablar, durante el resto de sus vidas, de cuanto habían visto y oído.

Me es mucho más fácil creer en un Evangelio escrito por escépticos que en un panegírico escrito por admiradores.

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“La

Con la mirada en la orilla

Amanece tras una mala noche de pesca. Mucho sueño y ningún pez. Nadie habla. Hasta el fresco de la mañana huele a tristeza. Una voz, venida desde la orilla, corta el aire:

Muchachos, ¿tenéis pescado?

Si no hay vida de oración, no se puede escuchar esa voz. Entonces la vida queda en la esterilidad de una mala noche coronada por la muerte. Pero, cuando hay vida de oración, el punto de referencia no está en el mar, sino en la orilla; porque esa voz viene del cielo. Es la voz de Cristo resucitado la que nos lleva y nos trae, la que nos pide y, a la vez, nos da lo que nos pide. Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.

Es el Señor.

Juan, el apóstol casto que, ante el sepulcro vacío, vio y creyó, es quien ve a Jesús y reconoce su voz. Porque es en el sosiego de la oración donde el alma ve y escucha. Cuando vivimos así, pendientes del cielo, nuestra vida ya no se explica por los criterios del mundo; todo en ella apunta a la orilla. Y los hombres, cuando nos ven, tienen, al fin, que levantar la vista.

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¡Quién te hubiera palpado!

Qué oportunidad perdida. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos. Creo que no te palparon, se quedaron paralizados. Si te hubieran palpado, no diría Lucas que no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos. Como pasmarotes. Tampoco creo que, ocho días después, Tomás llegase a meter la mano en tu costado. Estaba también como un pasmarote.

Es fácil decirlo ahora, pero yo me habría lanzado. Te habría palpado, te habría abrazado, habría besado tus manos y, de haber podido, habría besado también tu costado hasta beber en él vida eterna a raudales, hasta sacar aguas con gozo de las fuentes de la salvación.

Sé que, de haberlo hecho, me habrías dicho, como a la Magdalena, que te soltara, que no te retuviera. Y, qué le iba a hacer, te soltaría, pero que me quiten lo palpado, lo abrazado y lo bebido. Me faltaría tiempo para contárselo a todo el mundo.

Ah, que no se me olvide. Por algún motivo, creo que Juan llegó a hacer eso. Si no, no hubiera hablado de lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida (1Jn 1, 1). ¡Qué bien le comprendo!

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Cosas que pasan cuando nos perdemos la vigilia

Ya sé que se celebra de noche, pero nadie debería perderse la Vigilia Pascual. Cuando uno se pierde la Vigilia Pascual le pasan cosas como las que les sucedieron a los de Emaús.

Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. La historia que cuentan es lo que se llama una visión plana de los hechos. Vienen a explicar que el paso de Jesús por la línea del tiempo ha terminado. Y es verdad. Además, no ha respondido a ninguna de las expectativas relativas al Mesías: no ha resuelto ningún problema. Conclusión: estos dos se habían perdido la Vigilia.

La suerte es que Jesús se la celebró en diferido. Les leyó todas las lecturas del Antiguo Testamento, se las explicó, y partió para ellos el pan. El cirio pascual era Él, y los corazones de aquellos dos se encendieron como candelas.

Entonces se dieron cuenta: Jesús ha resucitado, ha escapado del tiempo y ha dejado abierta la brecha para que también nosotros tengamos vida eterna. Volvieron cantando el Aleluya.

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“La

Quién recoge a quién

María MagdalenaEn aquellas primeras horas del Domingo definitivo, María no tenía fe. Su corazón rebosaba amor, pero no había en su alma ni fe ni esperanza. Estaba convencida de que Jesús había muerto, y lloraba.

Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Dice un salmo: Las lágrimas son mi pan noche y día, mientras todo el día me repiten: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 42, 4). En ella se cumplían las palabras de Jesús: Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán (Mt 9, 15).

Le dice a quien toma por hortelano:  Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.

Qué paradoja, le llama «Señor».

Qué paradoja, le dice «yo lo recogeré».

Pero ella no lo recogerá. Será Él quien la recoja a ella. María cree que se lo han llevado, y llora, pero es ella quien está siendo llevada, arrastrada por la muerte. Y Él, con sólo decir su nombre, la recogerá y la traerá al lugar de los vivos.

– ¡María!

– ¡Rabbuní!

– No me retengas

Es decir: «No quieras tirar de mí hacia abajo, subo al Padre mío y Padre vuestro. Deja que Yo tire de ti hacia arriba».

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Un encuentro crucial

Tras el desconcierto del domingo, cuando, como Pedro y Juan, nos acercamos al sepulcro para encontrar «nada», la semana de Pascua está repleta de encuentros con Jesús resucitado. El primero, el de las santas mujeres:

De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos». Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él.

Como te digo, es sólo el primero de esos encuentros. Después vendrán la Magdalena, los de Emaús, los Once… y tú. Sin este último encuentro, el misterio pascual no habrá llenado de luz tu vida. Como si fueran las diez de la mañana, y las persianas de tu casa siguieran bajadas, impidiendo que entre la luz.

Durante esta semana, busca a Cristo resucitado. Anímate, Él ya te está buscando a ti. Yo aprovecho estos días para hacer mis ejercicios espirituales, de modo que, cuando leas esto, me encontraré sumergido en el silencio y la oración, buscando también el rostro glorioso del Señor. Algunos de estos ejercicios en la semana de Pascua han cambiado mi vida por completo.

Sal de tu cenáculo, recorre esos caminos de oración, adéntrate en el Evangelio, acércate al sagrario… Allí lo encontrarás. Y Él mismo te dirá: «¡Alégrate!»

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