Es preciso que nos convenzamos de que, una vez que Cristo, en su resurrección, ha hecho saltar en pedazos la muerte, el cielo está cerca, muy cerca de nosotros. No es fácil, seguimos imaginando el cielo como un lugar misterioso y lejano. Y es misterioso, sí, pero no lejano. Lo tenemos tan cerca que casi lo tocamos con el cuerpo y ya lo acariciamos con el alma. Durante la santa Misa, tan cerca de nosotros está el cielo que apenas nos separa de él un velo finísimo, la frágil apariencia de pan y vino. Pero en el alma en gracia el velo ha caído. Basta con recogerse en oración para entrar en los gozos del Paraíso.
Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra enseguida, en el sitio adonde iban. Nos sucede como a ellos. Veían a Cristo caminar sobre las aguas, y les parecía que la orilla estaba lejos. Pero, apenas quisieron recogerlo, se vieron en la playa de repente.
Así nosotros. Jesús está a nuestro lado, notamos su aliento en nosotros. Pero, a la vez, Él está del otro lado, está en el cielo. Y, apenas queremos abrazarlo, somos nosotros quienes alcanzamos el Paraíso. Estaba aquí mismo.
(TP02S)