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Espiritualidad digital – Página 21 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Dios nos libre de las luces led

Antes, para cambiar una bombilla más te valía servirte de un pañuelo. Ay de ti como tocases la bombilla incandescente. Ahora las luces son más baratas y más frías. Son led. Y puedes tocarlas sin quemarte. Es verdad que ahorramos mucho, pero eso de la luz fría me parece un contrasentido. Además, cambian tan deprisa los modelos de led que nunca encuentras recambio; si se apaga, tienes que cambiar la lámpara entera.

Algunos que se dicen cristianos sustituyeron la luz del Crucifijo por una luz led. Encontraron la forma de practicar la piedad sin quemarse, sin entregar la vida. Rezan, disfrutan de una espiritualidad llena de consuelo y sentimiento, pero ni queman ni se queman. Es muy cómodo; tú te pegas la vida padre y luego vas al templo a rezar como quien va al balneario. Muy chic.

Vosotros sois la luz del mundo. Dios nos libre de ser luces led. No queremos ser luz fría. Queremos quemarnos y quemar. Y tampoco queremos ahorrar ni ser baratos. Queremos entregarnos del todo, derrochar la vida en el anuncio del evangelio. Queremos ser antorchas. Consumirnos e incendiar la tierra con el fuego del Espíritu. Pagaremos con sangre la factura de la luz.

(TOI10M)

Madre no hay más que una

Fue san Pablo VI quien quiso que María fuera invocada como madre de la Iglesia. Ese título no es una analogía ni una metáfora. Porque, analogías y metáforas aparte, madre no hay más que una. Cuando yo era niño, los yernos llamaban «mamá» a la suegra. Hace tiempo que no escucho a ningún yerno tomarse esas confianzas. Pero María no es una suegra simpática. Es madre. Verdadera madre.

Mujer, ahí tienes a tu hijo. Eso se lo dice la partera a la mamá cuando le entrega al niño recién nacido. Y el rostro de la mamá se ilumina, y sus brazos se extienden para abrazar a la criatura salida de sus entrañas.

Mujer, ahí tienes a tu hijo. Lo acabas de engendrar entre fuertes dolores. Porque los dolores del Calvario no eran sino dolores de parto. Todos los sufrimientos del Hijo resonaron en el corazón inmaculado de la madre. Y ella dio a luz a la eternidad al Cristo total, cabeza y cuerpo, que rasgaba su corazón según nacía con el dolor de siete espadas.

Mujer, ahí tienes a tu hijo. Míralo, lo has dado a luz, ya es un cristiano. Lo dice por la Iglesia. Lo dice por mí.

(MMI)

El que habita en mí

Fue san Josemaría Escrivá quien llamó al Espíritu Santo «el gran desconocido». Y la preciosa secuencia que rezamos en estos días lo llama «dulce huésped del alma». Ambos nombres son verdad.

Aunque invoque al Espíritu, no lo conozco como conozco al Hijo. El Hijo está frente a mí, en el sagrario. Miro a la custodia, miro al crucifijo y ahí lo tengo. Le hablo con mis ojos, y Él me habla desde la blancura inmaculada de la Hostia y desde el rostro rendido de la Cruz.

Tampoco lo conozco como conozco al Padre. El Padre está sobre mí, me cubre y me rodea, me protege y me guarda. Soy niño ante Él. Y, sin embargo, no podría llamarle «Abbá» si el Espíritu no gimiera en mi interior.

Es el gran desconocido, como desconocidas para mí son mis entrañas. No las veo, pero son vida en mí. Por eso es huésped del alma. Porque no le hablo, Él habla en mí. No lo escucho, Él escucha a Dios en mí. Pero por Él puedo hablar con Dios y escuchar a Dios.

Me falta una tercera descripción. De San Agustín. Es «más íntimo a mí que yo mismo». Eso lo explica todo.

(PENTC)

Las dos llamadas

El Evangelio termina como empezó: Tú sígueme.

En ese mismo lugar, y ante la misma persona, empezó todo. Allí, junto al Lago, Jesús invitó a Pedro a que lo siguiera como pescador de hombres. Podríamos esperar que, si en la primera página lo invitó a seguirlo, en la última dijera: «Hemos llegado. Fin de trayecto». Pero no. El final queda más abierto que el principio: Tú sígueme. Eso es que habrá segunda temporada.

La hay. Y eres parte de ella. Pero, en todo caso, son llamadas distintas. La primera llamada era una invitación a seguir a Jesús por los caminos de Palestina y proclamar junto a Él el evangelio. La segunda, la de hoy, es la llamada a seguirlo al cielo.

Apostolado y oración. Por el apostolado dices «sí» a la primera llamada, y buscas a quienes están lejos de Dios para anunciarles el Amor de Cristo. Así vives como pescador de hombres. Por la oración te unes a Jesús en lo profundo de tu alma, te abrazas a Él, Él te guía hacia el cielo y gustas, ya en esta vida, las delicias de la vida eterna.

Si no dices «sí» a las dos llamadas, no se cumplirá ninguna.

(TP07S)

El doctorado en amor

Para enamorarte no te hace falta un cursillo. Basta con te pongan cerca a quien te cautive, y te robará el corazón a poco que te des cuenta. Para amar, sin embargo, necesitas que te enseñen. Y, si no te enseñan, o no quieres aprender, no amarás jamás. Porque el que se enamora se entrega sin querer. Pero amar es querer darse.

La primera lección de amor la recibimos de nuestra madre. Nos alimenta con su cuerpo y no nos pide nada a cambio. La lección suprema, el doctorado, el máster, está todo escrito en la pizarra de la Cruz. No hay amor más grande.

Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Pedro acaba de profesar por tres veces su amor a Jesús. Y Jesús le está diciendo que sí, que sabe que lo ama, pero que aún debe aprender a amar. Cuando eres joven vas a donde quieres, tienes el control. Cuando seas viejo, cuando te dejes llevar y traer, cuando te dejes comer y permitas que otros te quiten la vida, aprenderás a amar como has sido amado.

(TP07V)

Jefferson, Adams y las patatas fritas

Las patatas fritas no tienen secretos para mí. Cojo una patata, la pelo y la parto en tiras con el cuchillo. Es una sola patata, pero, una vez partida y pasada por la sartén, lo llamo «patatas fritas». Así, de una patata, hago varias.

Lo difícil es lo contrario. Hacer, de varias, una sola. Adams y Jefferson, al fundar los Estados Unidos de América, inventaron aquel lema: «E pluribus unum». Pero era un lema. Los americanos son cada uno de su padre y de su madre. Nunca mejor dicho.

Lo imposible lo ha hecho posible Cristo con inmenso dolor e inmensa gloria. Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti. Ha sufrido en la Cruz el desgarro de los hombres, dispersos como ovejas sin pastor. Ha gritado desde lo alto del Leño llamando a cada uno. Y ha entregado su Espíritu a quienes nos hemos acercado a esa fuente de agua y sangre para que seamos uno en Él. De muchos ha hecho uno.

Cristo sigue sufriendo, llamando, entregando su Espíritu. Porque la unidad completa no está lograda aún. Súmate a ese dolor y a esa llamada. Busca a quienes están lejos. Háblales de Dios.

(TP07J)

El que nos santifica en la Verdad

Consuela saber que, en nuestro decenario al Espíritu Santo, no estamos solos. El propio Cristo encabeza nuestra plegaria y pide el Espíritu para los suyos. Nosotros tan sólo nos unimos a su oración.

Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste… Ahora voy a ti. Ya no estará con ellos, ni con nosotros, como estaba antes. Ascenderá al cielo y su rostro quedará velado, el timbre de su voz ya no se escuchará, sus manos ya no tocarán a los enfermos. Por eso se preocupa por los suyos. ¿Qué será de ellos?

Que sean uno, como nosotros… Que tengan en sí mismos mi alegría cumplida… Que los guardes del maligno… Que también ellos sean santificados en la verdad.

Así pide Jesús el Espíritu para nosotros. Porque el Paráclito es quien nos hace uno en Cristo. Él trae la alegría de Jesús al alma del cristiano. Él sella nuestras almas y las guarda del Maligno. Él nos santifica en la Verdad, en Cristo.

No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Por el baño del Espíritu nacemos como hijos de Dios y ciudadanos del cielo. Vivimos en la tierra, pero somos de Dios.

(TP07X)

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