El que habita en mí

Fue san Josemaría Escrivá quien llamó al Espíritu Santo «el gran desconocido». Y la preciosa secuencia que rezamos en estos días lo llama «dulce huésped del alma». Ambos nombres son verdad.

Aunque invoque al Espíritu, no lo conozco como conozco al Hijo. El Hijo está frente a mí, en el sagrario. Miro a la custodia, miro al crucifijo y ahí lo tengo. Le hablo con mis ojos, y Él me habla desde la blancura inmaculada de la Hostia y desde el rostro rendido de la Cruz.

Tampoco lo conozco como conozco al Padre. El Padre está sobre mí, me cubre y me rodea, me protege y me guarda. Soy niño ante Él. Y, sin embargo, no podría llamarle «Abbá» si el Espíritu no gimiera en mi interior.

Es el gran desconocido, como desconocidas para mí son mis entrañas. No las veo, pero son vida en mí. Por eso es huésped del alma. Porque no le hablo, Él habla en mí. No lo escucho, Él escucha a Dios en mí. Pero por Él puedo hablar con Dios y escuchar a Dios.

Me falta una tercera descripción. De San Agustín. Es «más íntimo a mí que yo mismo». Eso lo explica todo.

(PENTC)