El domingo de resurrección comenzó con una explosión de luz, y culminó, al caer la tarde, con un derramamiento de agua.
Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. En la versión que nos ofrece san Lucas, Jesús dice a los apóstoles: Se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén (Lc 24, 47).
Ambas declaraciones nos llevan a la misma imagen: Un río de agua que brota del costado de Cristo y recorre la Historia y el Orbe limpiando los pecados de los hombres. Y ese río pasa, siempre, a través de las manos de los sacerdotes. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados. Nadie, por más que lo pretenda, se confiesa «directamente con Dios». El caño de la divina misericordia en la Iglesia son las manos de los presbíteros. A ellas debemos acudir para beber de las fuentes de la salvación.
¡Bendita gracia, efusión de la divina misericordia! Ella limpia el pecado, llena de Dios el alma y nos convierte en templos. Y bendito sacerdocio, que convierte a hombres pecadores en dispensadores de tesoros celestiales.
(TPB02)