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Espiritualidad digital – Página 39 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

¿Y no te duele?

No puedo creer en un cristianismo que no duela. Ni en una iglesia que sea lo más parecido a una sauna o un club termal al que acude la gente a relajarse. Creo firmemente en la Cruz de Cristo. Y sé que hay en ella gozos inefables y dulzuras celestiales. Pero también fuertes dolores; dolores dulces, dolores de Amor, que llenan de ternura el alma a la vez que taladran el corazón. No puedo creer en un cristianismo en cuyo centro no esté la Cruz.

Acudes al templo a rezar y tienes tus delicias en el sagrario, pero no te quema por dentro del dolor de tantas almas que no creen… Hablas de las maravillas de tu comunidad cristiana, pero no ves más allá de ese grupo, no lloras por tantas ovejas perdidas, y no estás dispuesto incluso a morir por anunciarles a Jesucristo.

¡Y no queréis venir a mí para tener vida! Está llorando Jesús. Llora desde la Cruz, porque ha abierto una fuente de agua limpia y los hombres no quieren acudir a beber.

Me alegro de que estés compartiendo las dulzuras del Amor de Cristo. Pero, si no compartes también sus dolores, aún no puedes llamarte cristiano.

(TC04J)

Quienes duermen en el mismo colchón…

Dice un refrán que «quienes duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición». En el caso de los matrimonios, eso está aún por demostrar. Algunos discuten hasta en el colchón. En otros se cumple, y la convivencia hace que se acaben identificando el uno con el otro hasta ser realmente uno. Pero hay un cochón en el que siempre se cumple el refrán.

Es el colchón más duro y, a la vez, más dulce de la tierra. En él se durmió el Señor entregando su Espíritu al Padre, y en él descansó de todas sus fatigas con los brazos abiertos, como esperando a quien con Él lo compartiese. A san Pablo, por ejemplo: Estoy crucificado con Cristo (Gál 2, 19). Nadie puede entender que la Cruz sea descanso salvo quien, como el Apóstol, se recuesta en ella enamorado.

El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Quien medita enamorado la Pasión de Cristo se recuesta con Él en la Cruz. Y de tal manera se identifica con los sentimientos de su corazón abierto, que ya sólo hace lo que ve hacer al Crucificado: perdona, se entrega, obedece y ama.

(TC04X)

Por ellos me santifico

Ayer hablábamos de los padres que piden por sus hijos, y me ha venido hoy a la memoria el recuerdo de una mujer. Se acercó a preguntarme si podía comulgar por su hijo; quería recibir la comunión dos veces, una por ella y otra por él. Tuve que responderle que aquello no era posible, que la comunión requiere un acto personal de amor.

Dije verdad. Pero también es verdad que Cristo ha muerto por mí, ha muerto para que mi muerte, unida a la suya, me llevase al cielo. Por ellos me santifico, para que sean santificados (Jn 17, 19).

Aquel día era sábado. No es casual que fuera en sábado cuando Jesús sanó a aquel paralítico que no podía sumergirse por sí mismo en las aguas de la piscina de Betesda. Porque fue, precisamente, en sábado cuando Jesús, sepultado en el jardín de José de Arimatea, se sumergió en las aguas de la muerte. «¿Tú no puedes bañarte en la piscina? Yo me bañaré en la muerte por ti, para que vivas».

No puedes comulgar por tus hijos, ni por tus amigos. Pero sí puedes santificarte por ellos. Une la entrega de tu vida al sacrificio de la Cruz.

(TC04M)

Jesus ‘bout my kids

En América, los famosos tienen menos complejos que en Europa a la hora de hablar de Dios. Hace no mucho que uno de los grandes del country, Luke Brian, sacó una canción llamada: «Jesus ‘bout my kids»: «Antes solía hablar de Jesús a mis hijos, ahora hablo de mis hijos a Jesús».

Son muchísimos los padres que rezan con verdadera angustia por sus hijos. Les hablaron de Cristo desde niños, los llevaron a la iglesia y, cuando los chicos llegaron a la juventud, se separaron de Dios. Es un sufrimiento enorme para los padres cristianos ver cómo sus hijos olvidan la fe que les transmitieron.

El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que se muera mi niño». Jesús le contesta: «Anda, tu hijo vive». Creo, y se lo digo a ellos, que Jesús no puede desatender esa oración, como no desatendió la de este funcionario real, la de la viuda de Naín, o la de Jairo. O la de santa Mónica. Aunque, en ocasiones, hacen falta años de oración para que los hijos vuelvan a casa.

Llevad esa oración ante la Cruz. Y no temáis. Como dijo san Ambrosio a santa Mónica: «No puede perderse un hijo de tantas lágrimas».

(TC04L)

Los que no están preparados

Dedicado a quienes «no están preparados» para confesarse; quienes «no están arrepentidos»; y quienes piensan que «para qué confesarse, si lo van a volver a hacer». Luego están quienes «no tienen pecados», pero a ellos les dedicaré unas palabras al final.

Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda… Son requisitos para acercarse a confesar. Muy bien. Pero…

Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre. Este joven se los saltó todos. Su decisión de volver al hogar paterno no estuvo motivada por un reconocimiento de su pecado, sino porque tenía hambre. No parece que le doliera el sufrimiento que causó a su padre; le dolía más el estómago que la conciencia. Y, en cuanto a su deseo de enmendarse… en fin, ya veríamos.

Sin embargo, su padre lo recibió con los brazos abiertos. Estoy convencido de que ese recibimiento fue mucho más eficaz que el hambre para ablandar el corazón del hijo.

Mira, ahora en serio: no quieras estar tan «preparado». La confesión es para pecadores, no para santos. Realmente, lo único que hace falta para confesar es tener pecados. Déjale lo demás al sacerdote.

En cuanto a quienes no los tienen… ¡Pobre hijo mayor!

(TCC04)

Parábolas en paralelo

parábola del fariseo y el publicano¿Os habéis dado cuenta de la similitud que hay entre la parábola del fariseo y el publicano y la parábola del hijo pródigo? Fijaos bien, y veréis que, en el fondo, se trata de los mismos personajes.

¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador. Como el hijo pródigo a su padre, este publicano le está pidiendo a Dios que no lo mire como juez, que lo mire con la lástima con que un padre mira a su hijo roto. «No mires mi pecado, mira, más bien, cómo me ha dejado y cómo vengo a ti».

¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Como hizo el hijo mayor con el pequeño, el fariseo mira a su hermano por encima del hombro, lo juzga y lo condena. Y, también como aquel hijo que se jactaba de no haber desobedecido nunca una orden de su padre, así el publicano se jacta de su conducta.

Dios mira con lástima a los dos hijos. Pero sólo uno de ellos sale perdonado. Y la culpa no es de Dios.

(TC03S)

La idolatría

Leemos «idolatría» y pensamos en el becerro de oro, en los baales, o en el politeísmo griego. No recuerdo que nadie se haya acercado a mi confesonario acusándose de ser un idólatra. Quizá yo tampoco lo haya hecho. Pero, rezándolo bien, la idolatría es un pecado muy actual y próximo a nosotros.

Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Seguro que quienes leéis estas líneas, y quien las escribe, amamos a Dios y buscamos su gloria. Pero, en la medida en que buscamos algo más que no sea Dios, idolatramos, porque ya no tenemos un único dios.

Dios y el dinero. Dios y mi prestigio. Dios y mis bienes. Dios y un cuerpo perfecto. Dios y mis planes… Cuando todas esas cosas no las buscamos por Dios, sino por sí mismas, las convertimos en dioses y obligamos a Dios a compartir con ellas el sacrificio de nuestras vidas.

El dinero para Dios. El prestigio para Dios. Los bienes para Dios. El cuerpo para Dios. Los planes para Dios. Cuando san Josemaría Escrivá se vio cubierto de calumnias dijo a Dios: «Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?». Ésa es la verdadera religión.

(TC03V)

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