¿Os habéis dado cuenta de que Jesús, cuando enuncia ante el joven rico los preceptos de la Ley, sólo le recuerda la «segunda tabla» del Decálogo, los mandamientos relativos al amor al prójimo?
No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo.
Está educando al joven. Le presenta la parte de la Ley en la que sabe que el chico se ha ejercitado.
Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?
Te falta la primera tabla; el amor a Dios. Y esa primera parte, con la venida al mundo del Verbo Divino, ha cambiado sustancialmente. Pues ya no se trata de amar al Dios a quien no ves, sino de entregarte, en cuerpo y alma, al Dios que se ha hecho visible.
Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego ven y sígueme.
Demasiado concreto para él. Amar a Dios recitando salmos era fácil. Amar a Dios entregando la vida a Cristo te confronta con la verdad. El joven se fue triste, porque era muy rico.
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