Reunionitis

Me convocan a tantas reuniones que, muchas veces, pienso que alguien confunde la eficacia con el tiempo que pasamos sentados (en sillas espantosas, por cierto). Olvidaron aquel refrán: «Reunión de pastores, oveja muerta». Otras veces creo que es inseguridad. Alguien necesita vernos juntos para comprobar que no nos hemos escapado. Y otras veces –perdón, perdón– lo tomo como mera estupidez.

Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Ojalá cuidemos la única reunión que importa, esa reunión que no es reunión, sino unión: la de todos los hombres –no todos los cristianos, sino todos los hombres– unidos en Cristo como los miembros están unidos a la cabeza. Y, para alcanzar esa unión, nos dispersemos, salgamos de esa sala con el aire ya viciado y nos introduzcamos en el mundo como la sal en el alimento. Luego nos vemos ante el altar, recibimos la formación que necesitamos, y un «podéis ir en paz» nos lanza de nuevo al campo de batalla.

No somos más eficaces porque nos reunamos mucho, sino porque llevemos las manos llagadas de Cristo hasta los extremos más alejados de la tierra.

(TP07L)