El grito desgarrador de Cristo sobre la Cruz ha escandalizado a muchos: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46).
No estoy solo, porque está conmigo el Padre. Horas después de haber afirmado que Dios estaba con Él, Jesús se encarará con su Padre y le reprochará que lo ha abandonado.
Sólo quien haya olvidado que Cristo es hombre puede escandalizarse de esta aparente contradicción. Pero Cristo es hombre. Y, como hombre, está dotado de una afectividad como la nuestra. ¿Nunca te has sentido solo?
¿Cómo no iba a sentirse solo Jesús clavado en el Leño, vomitado de la tierra y aún no recibido en el cielo, como pájaro sin pareja en el tejado (Sal 102, 8)? El grito que profiere desde la Cruz es el de una afectividad herida y desamparada.
Pero Cristo también tiene alma. Y, aunque se sienta solo, en su alma sabe que no lo está. Si llevó su sacrificio hasta el final fue porque se supo amado, acompañado y protegido por su Padre.
Por eso, si alguna vez te sientes solo, recógete en tu alma y recuerda que no lo estás. Vive de lo que sabes, no de lo que sientes.
(TP07L)