¿Nunca has dicho, al encontrar a alguien a quien llevabas tiempo sin ver: «¡Dichosos los ojos!»? Bien traída está la frase por el Señor, cuando Israel llevaba siglos esperando al Mesías:
«¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron.
Si se refiere Jesús a los ojos del cuerpo, los apóstoles estaban viendo el rostro del Mesías. Pero nuestros ojos, entonces, son infelices, porque no lo ven.
Pero si se refiere a la fe, a los ojos del alma, la bienaventuranza nos sumerge de lleno en su dicha. La fe rasga el horizonte de lo sensible, y nos abre a un mundo nuevo y luminoso. Allí encontramos nuestro hogar, habitamos en la casa del Señor, todo lo suyo es nuestro. El propio Cristo se pone en nuestras manos, y Joaquín y Ana son para nosotros lo mismo que fueron para Él: unos abuelos cariñosos y santos. Abres hoy los ojos, y un anciano te toma en brazos, y una anciana te besa, y tú dices Yayo y Yaya, y te dejas mimar, y eres ¡tan feliz!
¡Dichosos los ojos! ¡Bendita fe!
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