Libros de José-Fernando Rey Ballesteros

diciembre 2025 – Espiritualidad digital

Un velo finísimo

«Beati qui ad coenam agni vocati sunt». Perdón por el latinajo, pero es el texto latino original de la frase que hemos traducido como «dichosos los invitados a la cena del Señor». La traducción literal no es ésa, sino «bienaventurados los llamados al banquete de bodas del cordero».

Porque la Eucaristía es el banquete celeste. Por eso Cristo da a sus sacerdotes el pan de vida, del mismo modo que, al multiplicar los panes, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente.

Si la Eucaristía es el cielo, y nosotros, al participar en ella, estamos en la tierra, ¿qué nos separa, en ese momento, de la plena posesión del Paraíso?

Te lo diré: nos separa un velo muy fino, finísimo. Es la apariencia de pan y vino tras la que el Cordero se oculta. Tan cerca estamos, que es como si Cristo nos acariciase a través de esa cortina. Percibimos la caricia y nos hace estremecer, pero no sentimos su tacto.

Y arrancará en este monte el velo (Is 25, 7). Cuando el Señor vuelva, ese velo se rasgará, y Él mismo enjugará las lágrimas de todos los rostros (v. 8).

Marana Tah!

(TA01X)

“Misterios de Navidad

La verdadera sabiduría

Me gusta mucho la película «El hombre que no quería ser santo» (Edward Dmytryk, 1962), protagonizada por un inconmensurable Maximilian Schell. Cuenta la historia de san José de Copertino, un santo franciscano prácticamente analfabeto a quien Dios confió una sabiduría que lo elevaba sobre todos los teólogos. Lo de que «lo elevaba» es casi literal. Este hombre levitaba al celebrar la Misa. Es el patrono de la aviación. En serio. Ved la película. Si la encontráis.

Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Podríamos citar también a santa Catalina de Siena, o a Francisca Javiera del Valle, o a muchos otros.

Porque, al final, no es cuestión de quién sabe más o está más capacitado, sino de a quién le cuenta Dios sus secretos. Y se los cuenta a los pequeños, a quienes el mundo tiene en nada.

Debéis leer y estudiar. Pero la verdadera ciencia, la de Dios, no se alcanza, se recibe. Y se ha de recibir con gratitud, porque, cuando Dios te habla al oído, su sabiduría llena el alma como las aguas colman el mar.

(TA01M)

El místico con espada

Hay mucha gente que no sabe lo que hace; unos para mal, otros para bien. Algunos pecan sin saber que están partiéndole el corazón de tristeza a Dios. Otros hablan con sencillez sin saber que hablan palabras de Dios. El centurión del evangelio de hoy es uno de ellos. Al hablar con Jesús, no supo que estaba dando voz al diálogo entre el Señor y la Humanidad herida.

Voy yo a curarlo, le dice Jesús ante la noticia de la enfermedad del criado. Y llena el aire el eco de una conversación mantenida sin palabras en el seno de la Trinidad. Miran el Hijo y el Padre al hombre, sumido en la muerte y el pecado. Y, movido por el Espíritu –el Amor– dice el Hijo: Voy yo a curarlo. Vendrá el Señor a sanar las heridas de los hijos de Adán. Debería llenarme de alegría, pues tan herido estoy.

No soy digno de que entres bajo mi techo, responde el centurión. ¿Cómo un hombre será digno de recibir a Dios, si nadie puede ver a Dios sin morir?

Basta que lo digas de palabra. Y la Palabra se hizo carne.

Ese centurión era un místico. Y no lo sabía.

(TA01L)

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