Ni robas, ni matas. Y, cuando lees esa parábola de los viñadores homicidas, tomas cierta distancia. Ellos, al ver al hijo del dueño, se dijeron: «Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia». Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Pero tú, ni robas, ni matas.
¿Qué espíritu había dentro de aquellos hombres? El de la antigua serpiente: Seréis como dioses (Gen 3, 5). En aquella tierra que no era suya, se hicieron dioses, dueños y señores del campo. Y, como dioses, dispusieron también de la vida de quien quería ponerles en verdad y recordarles que no eran sino labradores.
¿No percibes en ti ese mismo espíritu? Cuando alguien te corrige, y te recuerda que eres pecador, arremetes contra él. No tiene ni idea, no te comprende, te está juzgando. Le has arrebatado tu vida a Dios, haces lo que te da la gana. Has sacado a Cristo de la ciudad, del centro de tu vida, y lo tienes fuera, donde no molesta, en una capilla a la que acudes a rezar de vez en cuando. Él será entregado a la muerte por tus pecados.
¿De verdad no robas ni matas?
(TC02V)