Evangelio 2025

23 marzo, 2024 – Espiritualidad digital

Las dos primeras lecciones

Comienza la Semana Santa. Y Jesús entra en Jerusalén a lomos de un pollino. Estamos allí, al borde del camino, los ojos bien abiertos y el corazón enamorado. Contemplamos, queremos recibir las últimas lecciones del Maestro. Y, al paso de Cristo, dos enseñanzas quedan impresas en el alma. No serán las únicas, pero son las primeras:

Los que iban delante y detrás, gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!». Aprendemos a no fiarnos del ruido, ni de las grandes ovaciones, ni del espectáculo. Sabemos que pronto esos gritos de aclamación serán sustituidos por otros, quizá salidos de los mismos labios, que pedirán la crucifixión de Cristo. Y entendemos que es más fiable, más verdadero, el silencio de la oración que el ruido de las masas.

Llevaron el pollino, le echaron encima los mantos, y Jesús se montó. Quedamos asombrados ante el modo en que el Rey de reyes entra en la ciudad santa sobre montura tan humilde. Y aprendemos que así entra también en nuestras almas: sobre la humilde apariencia de un pedazo de pan. Adoramos postrados.

La clase magistral acaba de comenzar.

(DRAMOSB)

El sacrificio expiatorio

Caifás, sumo sacerdote, estaba acostumbrado a ofrecer cada año, en la fiesta del Yom Kipur, el sacrificio expiatorio. Los hebreos traspasaban sus culpas a un macho cabrío imponiendo las manos sobre su cabeza, y después lo enviaban al desierto a morir allí.

Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera. Sin ser consciente de ello, Caifás profetizaba un nuevo sacrificio de expiación. La víctima no será un macho cabrío, sino el Hijo de Dios encarnado. Sobre Él pondrán los hombres sus manos, bofetada tras bofetada; será cubierto con sus sucios esputos y así, cargado con sus pecados, será enviado al desierto de la muerte para expiar los pecados del pueblo.

Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron (Is 53, 5).

Es sobrecogedor. Sobre todo, si pensamos en la parte que hemos tenido en ello. Me pregunto si, en esta Semana Santa, podremos cambiar de bando y, en lugar de cargarlo con nuestras culpas, nos ofreceremos a compartir sus dolores, y a salir con Él, cubiertos con su oprobio, al desierto de la muerte. Tras ese desierto está la tierra prometida: la Pascua.

(TC05S)

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