Quienes se exprimen las meninges intentando desentrañar los misterios de la Fe no consiguen más que un dolor de cabeza. Pensar es bueno, razonar es saludable; nada de cuanto nos anuncia la Fe contradice a la razón. Pero a las verdades más sublimes de Dios no se llega escalando los arduos escalones del razonamiento, sino descendiendo por esos dulces peldaños de la sencillez que conducen a la contemplación.
Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Un niño que ve el mar por primera vez y se queda boquiabierto ante su grandeza ¿ha llegado a la playa mediante silogismos, o ha sido llevado por su padre mientras él dormía en el asiento trasero del coche? Su asombro ¿es fruto de una cansina actividad mental, o es, simplemente, el éxtasis de quien se siente pequeño ante una belleza inabarcable?
Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Creo haberlo escrito hace poco. Si quieres conocer al Padre, déjate abrazar por el Hijo y, desde ese palco, deja escapar un balbuceo: «Abbá».
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