Hace diez días –era domingo– prediqué sobre la castidad. Me afané especialmente en la misa de doce, porque a esa misa acuden muchos jóvenes y adolescentes, y yo deseaba que ellos, especialmente ellos, escucharan mis palabras. Terminé la homilía satisfecho, en la pobre medida en que un sacerdote puede estarlo tras predicar: había dicho cuanto quería decir, no me había saltado nada, y no me había alargado más allá de los diez minutos que puede soportar un feligrés occidental.
Aquella tarde vino a verme un feligrés que tiene cuatro hijos adolescentes y jóvenes en el coro. Y me dijo: «Hoy, en la comida, he preguntado a mis hijos de qué había tratado el sermón. Ninguno de los cuatro me supo responder». Tierra, trágame. Desde luego, el sacerdote que no es humilde es porque no quiere.
Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Pase lo que pase, no hay que dejar de sembrar. Escuchen o no escuchen, entiendan o no entiendan, atiendan o no atiendan, debemos ser generosos. Después, ya verá Dios cómo se apaña, que yo no lo sé.
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