La escena de la Transfiguración está llena de misterio. No es fácil imaginar a ese Jesús radiante, ni el blanco inmaculado de sus vestidos, ni el resplandor de la nube. Nunca hemos visto nada semejante, y por eso lo que allí sucedió escapa a nuestra pobre imaginación.
¿Qué fue lo que mantuvo absortos a aquellos apóstoles? ¿Qué fue lo que hizo decir a Simón: Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías?
Sólo cabe una respuesta: Belleza. Una belleza que supera todo cuanto el hombre puede ver sobre la tierra. Recuerdo esa oración colecta de la fiesta de Epifanía, donde pedimos «poder contemplar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria».
Uno de los grandes obstáculos con los que topa nuestra civilización para encontrar a Dios es el gusto por la fealdad. Tanto en el cine como en las series de TV como en las fiestas públicas se ha instaurado una horrorosa exaltación de lo feo, lo oscuro, lo grosero. Estamos huyendo del cielo hacia las tinieblas.
Pero también creo que aquellos pocos que aún buscan la belleza no tardarán en encontrar al más hermoso de los hijos de Adán, a Cristo.
(0608)