Es uno de mis momentos entrañables del año. Antes de abrir la iglesia para la Misa del Gallo, cada Nochebuena me quedo solo ante el Nacimiento que tenemos en el presbiterio y allí rezo el Oficio de Lecturas de Navidad. ¡Cómo resuenan, en mi alma, las palabras de san León Magno!: «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad!»
El eco de esas palabras se prolonga, como una música de fondo, durante todas las navidades. Porque, conforme los ojos van contemplando el Misterio, el alma se abre a la verdad: Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios. Ha tomado de lo nuestro para darnos de lo suyo. ¡Oh, admirable intercambio!
Aquél a quien, según Juan, no soy digno de desatar la correa de la sandalia, sin embargo se agachará para desatar la mía y lavarme con su sangre los pies en cada absolución. Aquél ante quien digo, en cada misa: «No soy digno de que entres en mi casa», sin embargo entrará y me alimentará con su cuerpo.
Y yo, que soy indigno a causa de mis pecados, seré perdonado y ensalzado por Él hasta ser digno de habitar los cielos.
¿No es como para volverse loco de amor?
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