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Espiritualidad digital – Página 5 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Vete en paz

«¿Y si no quiero?». Jajaja, es la continuación que he imaginado tras meditar la escena. La pecadora unge los pies del Maestro. Jesús la trata con cariño y le otorga el perdón. Después dice:

Tu fe te ha salvado, vete en paz.

Y va ella y responde: «¿Y si no quiero? ¿Y si quiero quedarme contigo, unirme a esas mujeres que te acompañan y pasar la vida junto a ti? ¿Vas a impedírmelo?»

No. No te lo va a impedir. Ni a nosotros tampoco. Porque el vete en paz de Jesús es como el «podéis ir en paz» con el que finaliza la Misa. Y quiere decir: «Os habéis llenado de Cristo. Habéis comido su cuerpo y bebido su sangre. Su Espíritu mora en vuestras almas en gracia. Podéis ir en paz. Él es nuestra paz y va con vosotros, lo lleváis dentro. Pero si os quedáis aquí, los de fuera nunca conocerán al Señor. Salid de aquí con Él y anunciad su Amor a todos los hombres».

Lo malo sería salir de la iglesia y dejártelo dentro. Como si, simplemente, le hubieras hecho una visita y después siguieras con tu vida. No te vayas sin Él, vete en paz.

(TOI24J)

La sonrisa que busco

A lo largo del evangelio, Jesús se enfada en algunas ocasiones. Incluso llega a mirar con ira (Cf. Mc 3, 5) ante la dureza de corazón de los fariseos. También empuña el látigo y expulsa a los mercaderes del Templo. Jesús sonreía muchas veces, pero no estaba siempre sonriendo. Eso es de tontos. Los listos saben sonreír y enfadarse. Y si además son santos, se enfadan sin perder los nervios.

Sin embargo, os confieso que nunca he sentido que Jesús se enfadase conmigo. He hecho muchas cosas mal, he cometido muchos pecados. Pero, incluso después de haber pecado, he sentido que Jesús me sonreía; era una sonrisa dolorida, mi pecado le había ofendido, pero había mucha ternura en su mirada. No sé lo que es la ira de Dios.

Con los hombres no sucede igual.

Vino Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino, y decís: «Tiene un demonio»; vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Mirad qué hombre más comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores».

Hagas lo que hagas, siempre habrá quien te critique o se enfade contigo. Por eso decidí hace tiempo no buscar más sonrisa que la de Cristo.

(TOI24X)

Bienaventurados los que lloran

¿Qué te dice Dios cuando te ve llorar? Los amigos piadosos y bienintencionados te dicen: «Ten paciencia», «ofrécelo», «reza mucho»… No desprecio esos consejos. Son realmente buenos y aprovechables. Pero ¿qué te dice Dios?

No llores. Eso le dice Dios encarnado a la viuda que ha perdido a su hijo único. Es verdad que esas dos palabras sólo las puede decir Él. Porque de nada sirve que un amigo te diga «no llores». Pero si te lo dice Dios…

Si te lo dice Dios, esas dos palabras significan que a Él no le gusta verte llorar. Jamás le eches la culpa de tus sufrimientos, porque no fue Él quien te hizo sufrir. Dios es quien sacará bienes de tus lágrimas.

En ocasiones, como en el caso de esta mujer, eliminará el motivo del dolor, sanará la herida, y devolverá la vida a quien la perdió. Otras veces –las más–, Dios llorará contigo y enjugará tus lágrimas. Esto es lo mejor: no el que Cristo te libere de la contrariedad, sino que llore a tu lado, te consuele y convierta el dolor en Amor. Así se cumple la bienaventuranza: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados (Mt 5, 5).

(TOI24M)

Los dolores de una madre

Una hora antes de escribir estas líneas he estado rezando, junto a una madre desconsolada, ante el cadáver de su pequeña hija que no tuvo tiempo ni de nacer. Apenas puedes hablar en momentos así. Sólo orar, callar y sufrir con ella. Porque es algo que no debería suceder. Una madre no debería tener que enterrar a su hija, somos los hijos quienes enterramos a los padres. Y si eso ya es doloroso, el entierro de una hija es terriblemente desgarrador. Aun así, le he dicho que realmente ha dado a luz a su pequeña. La ha dado a luz para el cielo, y desde allí ella cuidará de su madre.

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. He ahí la espada que Simeón profetizó que atravesaría el corazón de María. La misma que atravesaba esta mañana el corazón de la madre con quien recé. La misma que atraviesa el corazón de tantas madres que lloran por la muerte del alma de sus hijos apartados de Dios.

Pero los dolores de una madre son siempre de parto. El dolor de una madre nunca se pierde.

(1509)

Nuestro camino hacia la cima

Comenzó llevando cafés a los jefes, y acabó de CEO en la multinacional. Todo un camino de ascenso, peldaño a peldaño, con gran esfuerzo. Después se murió. Como todo el mundo. Porque así es el mundo. Muchos pasan la vida procurando ascender puestos en el escalafón, trepar por muros y escaleras para estar por encima, para ser más importantes, para tener más poder. Y, cuando han llegado a la cúspide –si llegan–, lo disfrutan un rato y mueren después. No condeno la ambición por ser influyente; se puede hacer mucho bien desde arriba de la montaña, si al llegar se planta un crucifijo en la cima para que todos lo vean. Pero, por desgracia, lo único que quieren plantar muchos allí es su retrato.

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre.

Nosotros tenemos otra montaña, otra cima. Y también queremos escalar. Deseamos subir a lo alto de la Cruz para alcanzar la gruta abierta en la llaga del costado y vivir allí. Cuando nos insultan, nos ascienden. Cuando fracasamos, trepamos. Cuando sufrimos, escalamos. Cuando oscurece, somos glorificados. Que se lleven ellos la gloria terrena. Nosotros queremos cielo.

(1409)

Grábate a ti mismo

Si quieres saber cómo está tu corazón, y te atreves a hacer esta prueba, un día de éstos pon el móvil a grabar una nota voz que ocupe desde la mañana hasta la noche. El gran reto es éste: A ver si, al día siguiente, o durante la semana siguiente, soportas escuchar todas tus palabras de una jornada completa (igual me equivoco, y te encanta, espero que no). Conforme escuchas, ve borrando lo siguiente: las palabras ociosas, las frívolas, las críticas, las quejas, las palabras airadas, las vanidosas, las discusiones, las palabras sobre ti mismo… ¿queda algo? Algo quedará, pero ¿te has dado cuenta de qué cantidad de palabras podrías haberte ahorrado? ¿Te has fijado en cómo está tu corazón?

De lo que rebosa el corazón habla la boca.

No digo que debas estar todo el día hablando de Dios, ni que saludes por la calle con «Ave María purísima». Pero qué poco dice de ti el que tus conversaciones estén tan llenas de ti mismo y de tus miserias.

Anda, lleva el corazón con frecuencia ante el sagrario. Deja que allí se llene de Dios. Y, poco a poco, todas tus palabras, hasta tus «buenos días», sonarán a cielo.

(TOI23S)

La vida como aprendizaje

Me sorprenden las personas mayores a quienes veo cambiar para mejor. Son la refutación viviente de esa falsa premisa según la cual «a ciertas edades ya no se cambia». Estoy pensando en personas concretas de mi entorno a quienes he visto transformarse más allá de los setenta. De mayor quiero ser como ellos, porque la vida es aprendizaje, y ese aprendizaje no debe terminar sino con la muerte.

No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.

Sabes bien quién es el Maestro. Y sabes que el Maestro está crucificado. Por eso, si no apartamos los ojos del Crucifijo, vamos aprendiendo, durante la vida, a no estar por encima de Él. Cuando eres joven, quieres cambiar el mundo con tu buena imagen, con tus habilidades, con tu energía desbordante, con tu entusiasmo… Y a tus pies está Jesús convertido en un despojo, insultado y ultrajado, fracasado y al borde de la muerte. Tienes mucho que aprender.

El amor a la Cruz lleva años de contemplación y aprendizaje. Te llueven golpes, fracasos, humillaciones… Así vas aprendiendo. Y cuando ya eres como tu maestro, cuando ya estás crucificado, te vas con Él al cielo.

(TOI23V)

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