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Espiritualidad digital – Página 39 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Por ellos me santifico

Ayer hablábamos de los padres que piden por sus hijos, y me ha venido hoy a la memoria el recuerdo de una mujer. Se acercó a preguntarme si podía comulgar por su hijo; quería recibir la comunión dos veces, una por ella y otra por él. Tuve que responderle que aquello no era posible, que la comunión requiere un acto personal de amor.

Dije verdad. Pero también es verdad que Cristo ha muerto por mí, ha muerto para que mi muerte, unida a la suya, me llevase al cielo. Por ellos me santifico, para que sean santificados (Jn 17, 19).

Aquel día era sábado. No es casual que fuera en sábado cuando Jesús sanó a aquel paralítico que no podía sumergirse por sí mismo en las aguas de la piscina de Betesda. Porque fue, precisamente, en sábado cuando Jesús, sepultado en el jardín de José de Arimatea, se sumergió en las aguas de la muerte. «¿Tú no puedes bañarte en la piscina? Yo me bañaré en la muerte por ti, para que vivas».

No puedes comulgar por tus hijos, ni por tus amigos. Pero sí puedes santificarte por ellos. Une la entrega de tu vida al sacrificio de la Cruz.

(TC04M)

Jesus ‘bout my kids

En América, los famosos tienen menos complejos que en Europa a la hora de hablar de Dios. Hace no mucho que uno de los grandes del country, Luke Brian, sacó una canción llamada: «Jesus ‘bout my kids»: «Antes solía hablar de Jesús a mis hijos, ahora hablo de mis hijos a Jesús».

Son muchísimos los padres que rezan con verdadera angustia por sus hijos. Les hablaron de Cristo desde niños, los llevaron a la iglesia y, cuando los chicos llegaron a la juventud, se separaron de Dios. Es un sufrimiento enorme para los padres cristianos ver cómo sus hijos olvidan la fe que les transmitieron.

El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que se muera mi niño». Jesús le contesta: «Anda, tu hijo vive». Creo, y se lo digo a ellos, que Jesús no puede desatender esa oración, como no desatendió la de este funcionario real, la de la viuda de Naín, o la de Jairo. O la de santa Mónica. Aunque, en ocasiones, hacen falta años de oración para que los hijos vuelvan a casa.

Llevad esa oración ante la Cruz. Y no temáis. Como dijo san Ambrosio a santa Mónica: «No puede perderse un hijo de tantas lágrimas».

(TC04L)

Los que no están preparados

Dedicado a quienes «no están preparados» para confesarse; quienes «no están arrepentidos»; y quienes piensan que «para qué confesarse, si lo van a volver a hacer». Luego están quienes «no tienen pecados», pero a ellos les dedicaré unas palabras al final.

Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda… Son requisitos para acercarse a confesar. Muy bien. Pero…

Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre. Este joven se los saltó todos. Su decisión de volver al hogar paterno no estuvo motivada por un reconocimiento de su pecado, sino porque tenía hambre. No parece que le doliera el sufrimiento que causó a su padre; le dolía más el estómago que la conciencia. Y, en cuanto a su deseo de enmendarse… en fin, ya veríamos.

Sin embargo, su padre lo recibió con los brazos abiertos. Estoy convencido de que ese recibimiento fue mucho más eficaz que el hambre para ablandar el corazón del hijo.

Mira, ahora en serio: no quieras estar tan «preparado». La confesión es para pecadores, no para santos. Realmente, lo único que hace falta para confesar es tener pecados. Déjale lo demás al sacerdote.

En cuanto a quienes no los tienen… ¡Pobre hijo mayor!

(TCC04)

Parábolas en paralelo

parábola del fariseo y el publicano¿Os habéis dado cuenta de la similitud que hay entre la parábola del fariseo y el publicano y la parábola del hijo pródigo? Fijaos bien, y veréis que, en el fondo, se trata de los mismos personajes.

¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador. Como el hijo pródigo a su padre, este publicano le está pidiendo a Dios que no lo mire como juez, que lo mire con la lástima con que un padre mira a su hijo roto. «No mires mi pecado, mira, más bien, cómo me ha dejado y cómo vengo a ti».

¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Como hizo el hijo mayor con el pequeño, el fariseo mira a su hermano por encima del hombro, lo juzga y lo condena. Y, también como aquel hijo que se jactaba de no haber desobedecido nunca una orden de su padre, así el publicano se jacta de su conducta.

Dios mira con lástima a los dos hijos. Pero sólo uno de ellos sale perdonado. Y la culpa no es de Dios.

(TC03S)

La idolatría

Leemos «idolatría» y pensamos en el becerro de oro, en los baales, o en el politeísmo griego. No recuerdo que nadie se haya acercado a mi confesonario acusándose de ser un idólatra. Quizá yo tampoco lo haya hecho. Pero, rezándolo bien, la idolatría es un pecado muy actual y próximo a nosotros.

Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Seguro que quienes leéis estas líneas, y quien las escribe, amamos a Dios y buscamos su gloria. Pero, en la medida en que buscamos algo más que no sea Dios, idolatramos, porque ya no tenemos un único dios.

Dios y el dinero. Dios y mi prestigio. Dios y mis bienes. Dios y un cuerpo perfecto. Dios y mis planes… Cuando todas esas cosas no las buscamos por Dios, sino por sí mismas, las convertimos en dioses y obligamos a Dios a compartir con ellas el sacrificio de nuestras vidas.

El dinero para Dios. El prestigio para Dios. Los bienes para Dios. El cuerpo para Dios. Los planes para Dios. Cuando san Josemaría Escrivá se vio cubierto de calumnias dijo a Dios: «Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?». Ésa es la verdadera religión.

(TC03V)

Ese abismo de dolor

Ábrenos, Señor, la puerta santa de tu corazón, para que podamos entrar en ese abismo de dolor y de impotencia que te estranguló hasta el gemido de angustia en Getsemaní. En las lágrimas de ese corazón tuyo están contenidos y abrazados los lamentos de los antiguos profetas.

Algunos de ellos dijeron: «Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios». Vienes a traer la salvación a los hombres, y los hombres dicen de Ti que tienes un demonio. Y eso te lo dicen los que rezan, los que en nombre de Dios hacen limosnas y ayunan. Pero no obedecen. Personas religiosas que se apoderaron de la religión. Caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara (Jer 7, 24).

Los miras con ojos suplicantes, y habla más tu mirada que tu lengua: «¿Qué más tengo que hacer para redimiros? ¿Qué puedo deciros para que me hagáis caso? Queréis salvaros solos, pero no os queréis dejar salvar. Y, en lugar de obedecerme, me juzgáis».

Oh, Jesús, queremos confortarte. Queremos entregarte lo que más quieres de nosotros: nuestra voluntad, nuestra obediencia, nuestro corazón.

(TC03J)

Sólo está entero cuando está roto

Si está roto, no está entero. Si está entero, no está roto. ¿Verdad? Pues va a ser que no…

Moisés recibió, en el monte Sinaí, las tablas de la Ley. Y cuando bajó, ante el horror del pecado de su pueblo, rompió las tablas, las estrelló contra la Roca.

Jesús, en el monte de las Bienaventuranzas, entregó a su pueblo la nueva Ley. Esa nueva Ley era Él mismo. Y a Él lo rompimos los hombres estrellándolo contra una Cruz en el monte Calvario.

Cristo entero está presente en la sagrada Hostia. Y el sacerdote, antes del momento de la comunión, rompe la sagrada Hostia en el altar delante del pueblo.

No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Pero esa plenitud se alcanza cuando se rompe. Sólo está entera cuando está rota.

Porque la plenitud de la Ley es el Amor. Y eso significa que, para alcanzar la plenitud de Cristo, el cristiano, como su Señor, debe entregar la vida, debe dejarse romper.

Tus planes, tus proyectos, tus horarios, tus sueños humanos alcanzarán la plenitud cuando dejes de protegerlos tanto. Anda, deja que te los rompan.

(TC03X)

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