Conocéis bien la distinción entre poder y autoridad. Hay gobernantes corruptos que, aunque detenten el poder, perdieron su autoridad; no inspiran respeto a nadie. Y hay ancianos sabios que, aunque apenas pueden moverse, son una verdadera autoridad para quienes buscan en ellos consejo.
Cristo tiene, por naturaleza, todo el poder y la autoridad de Dios. A su poder renunció, y por Amor aceptó ser azotado y crucificado. Pero su autoridad no la perdió jamás. Lo vemos siempre como rodeado de un halo de majestad. Es un Señor.
Les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Los escribas aburrían al sueño. Nadie, jamás, se aburrió escuchando a Jesús. Las gentes caían rendidas o se enfurecían, pero a nadie dejó indiferente. Lo de Pablo con Eutico es asunto aparte.
No podías mirarle sin tener la sensación de estar viendo a un rey. Eso les sucedió a los demonios, que huyeron despavoridos, pero le sucedió también a Pilato, y a los soldados que, en Getsemaní, quisieron prenderlo. Y al buen ladrón, porque hasta en la Cruz conservó Jesús su majestad. Nadie se la pudo arrebatar.
Llevamos su sangre; somos estirpe de reyes. Que se nos note; no entreguemos esa dignidad al pecado.
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