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Espiritualidad digital – Página 29 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Un rostro, un monte, tres tiendas

El rostro de un recién nacido siempre dice «Dios». Pero, conforme crece, el rostro va diciendo Juan, Alberto, Yolanda o Macarena. El rostro es la ventana abierta al alma y el caño por el que se desborda el corazón. No todos saben leer los rostros; hay quienes nunca miran a la cara. Pero el rostro de una persona habla más que todas sus palabras. Hay rostros herméticos de muertos en vida, y rostros luminosos por los que escapan las claridades del espíritu.

Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 28, 8-9). Buscamos un rostro, anhelamos la contemplación del rostro de Dios, porque ese rostro es la belleza suma.

Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió. Pedro, Santiago y Juan no querían bajar del Tabor. Aquella hermosura era el cielo en lo alto del monte.

Poco después, Pilato mostró al mundo un rostro lacerado y humillado. ¿Reconocerían en aquel rostro cubierto de esputos y ultrajes la misma belleza que contemplaron en el Tabor?

Si no apartas por asco la mirada, busca sus ojos y la reconocerás. Y entenderás por qué, en el Gólgota, hicieron tres tiendas María, Juan y Magdalena.

(TCC02)

Mirando a quién

Si ayer fue el pleitos tengas y los ganes, seguimos hoy con la sabiduría popular. Porque un refrán castellano dice: «Haz el bien y no mires a quién».

Podría pensarse que este refrán condensa la sabiduría del sermón de la Montaña: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.

Sin embargo, «haz el bien y no mires a quién» no es el mejor resumen de las palabras del Señor. Porque Él no se tapó los ojos para amarme, no me redimió sin mirarme a la cara.

Lo más sobrecogedor de la Pasión es que Cristo amó al enemigo con los ojos abiertos, mirándole de frente. Conocía toda la ponzoña acumulada en el corazón de Judas y, clavando en él sus ojos, le lavó los pies. «Sé quién eres» –le decía con la mirada–, «sé quién eres y te amo».

Conmigo –y contigo– ha hecho lo mismo. Ha conocido mi pecado y no ha sentido asco de mí. Me ha amado en mi miseria. Me ha hecho el bien mirando a quién.

(TC01S)

Pleitos tengas…

«Pleitos tengas, y los ganes», dice en España la sabiduría popular. Porque bastante castigo es el propio pleito. Mejor no tenerlo con nadie, y que nadie lo tenga contigo. Pero…

Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel.

¿Quién te pone pleito a ti? ¿Te lo digo yo? Mira al Crucifijo. Cristo crucificado, clavado en el Madero por tus culpas, es quien te pone pleito. Él es la Víctima, Él ha sido herido por tus pecados, Él ha cargado con tus crímenes.

Una buena noticia: Aún vais de camino, aún hay tiempo. Reconcíliate con Él mientras sus brazos están abiertos para ti en esa Cruz. No esperes a que venga como juez.

Reconciliarte con Jesús crucificado es reconciliarte con tu cruz. O, mejor aún, cambiar de cruz. Porque estás en la cruz del mal ladrón: te quejas, te rebelas, le exiges al Señor que baje y te baje de la cruz. Cambia de cruz. Ve a la cruz del buen ladrón. Éste es el bueno, el malo soy yo. Jesús, acuérdate de mí… Ahora vas bien.

(TC01V)

No te soltaré hasta que me bendigas

Cuando Jesús quiso enseñarnos a rogar a Dios, el mejor ejemplo que encontró fue el de un hijo que suplica a su padre:

Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra?

Toda la Pasión de Cristo es un grito del Hijo al Padre, un grito que ha estremecido la Historia y ha hecho temblar la tierra.

Como Jacob luchó contra Dios, así «forcejeó» Jesús con su Padre durante su Pasión. En Getsemaní pidió para Sí mismo que el cáliz del dolor le fuera apartado, pero allí se dejó vencer por Dios: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). Sin embargo, desde lo alto de la Cruz, no oró por Él, sino por nosotros: Perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34). Y, entonces, no se dejó vencer, luchó hasta la misma muerte y, finalmente, como Jacob, venció a Dios: No te soltaré hasta que me bendigas (Gén 32, 27). Con esa bendición, obtenida a precio de sangre, hemos sido bendecidos nosotros.

Aprende de Él. Cuando pidas para ti bienes temporales, déjate vencer por la voluntad de Dios. Pero, cuando pidas almas, lucha con Dios hasta la muerte, y vencerás.

(TC01J)

Tu fin del mundo, a fecha fija

Una de las historias más tristes que he vivido tuvo como protagonista a un hombre a quien le anunciaron que apenas le quedaba un año de vida. Su primera reacción fue venir a ver al sacerdote. Pero, poco después, decidió que lo que realmente deseaba era vivir intensamente ese último año y lanzarse de lleno a las sucias recompensas del pecado. Nunca supe cómo murió, aunque no he dejado de rezar por él.

¿Qué harías tú si te anunciaran el día de tu muerte a fecha fija? ¿Te retirarías del mundo para esperar al Señor recogido en oración? Santo Domingo Savio dijo que él seguiría jugando al billar, consciente de que estaba en gracia de Dios y de que era lo que Dios le pedía en esa hora.

Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación. Jonás anunció a los Ninivitas su muerte a fecha fija: dentro de cuarenta días. Los ninivitas se convirtieron, y Dios los perdonó.

Cuarenta días dura la Cuaresma. Cuando se hayan cumplido, no será tu muerte la que suceda, sino la del Señor, para redimirte. Pero tendrá que encontrarte convertido. ¿Estás en ello?

(TC01X)

El cajón de los malos recuerdos

La Cuaresma, más que el tiempo del ayuno y los rigores, es, por encima de todo, el tiempo de la misericordia. Durante estos días, los pecadores nos preparamos para recibir, sobre el Calvario, toda la misericordia de Dios derramada en la sangre de Cristo. Y nos preparamos, sí, con ayunos y rigores, pero también, y muy principalmente, ejerciendo nosotros esa misericordia que suplicamos del Señor.

Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas.

Es preciso que repasemos nuestra vida y examinemos si hay ofensas que no hemos perdonado. No te extrañe que te lo diga, hay personas mayores que arrastran resentimientos desde la niñez o la juventud. «Eso ya pasó», dicen… Guardaron el recuerdo infectado en un cajón, y decidieron no mirarlo más para no sufrir, pero, desde lo profundo del cajón, la infección se propaga al alma entera.

En ocasiones se tratará de ofensas recientes. Pero, en otras, tendrás que abrir el cajón de los malos recuerdos, sacar de allí ofensas pasadas, y rezar por quienes te hicieron daño, pidiendo la gracia de perdonarlos. Es el comienzo de la sanación.

(TC01M)

Autorretrato

Una vez más, se yergue en el horizonte del desierto, como enseña, el Crucifijo:

Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.

Si tomas estas palabras como un imperativo moral de conducta, tan sólo generarás mala conciencia. Has pasado de largo delante de demasiados pobres. Pero estas palabras están pronunciadas en primera persona por Jesús; son un autorretrato de Cristo crucificado. Él es quien tiene hambre, quien grita su sed desde el madero, quien fue forastero en esta tierra, quien fue desnudado por los soldados, quien enfermó hasta morir en el Gólgota, quien estuvo preso en el sanedrín.

Por eso, antes de flagelar tu mala conciencia, dedica un tiempo a la contemplación serena y amorosa. Mira al Crucificado y enamórate. Porque quien no se enamore del Crucifijo, como han hecho los santos, jamás comprenderá las bienaventuranzas. Pero quien se enamore del Crucifijo reconocerá las llagas de Jesús en los dolores de los hermanos. Y ponerse a su servicio ya no será el fruto de un imperativo moral; será, sencillamente, una cuestión de amor.

(TC01L)

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