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Espiritualidad digital – Página 29 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Dos en uno

¿Qué es la intimidad? Es el espacio habilitado para el secreto, el lugar cerrado donde nacen las confidencias, el reservado donde caen los velos porque nadie mira.

Dos que se aman, cuando están en intimidad, se miran y pronuncian en voz baja palabras que no dirían si supieran que los escuchan. Lo hacen porque están el uno frente al otro, cara a cara, y a solas.

Pero ¿puede alcanzarse una intimidad mayor? Mayor que la del uno frente al otro y a solas…

El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Cuando comulgo, y la carne de Cristo se une a la mía para formar un solo cuerpo, su Espíritu entra en mi alma y se queda allí a vivir. Y mi alma se introduce en la llaga del costado, se refugia allí como el ermitaño en su gruta, y decide habitar en esa cueva sin jamás salir.

Entonces no estamos frente a frente. Él está en mí, y yo estoy en Él. Él es mi invasor y yo lo he conquistado. Ya no hacen falta palabras. Es un tacto suave. Y esas confidencias jamás podrían los labios expresarlas. Dos en uno.

(TP03V)

La voz del Padre en mi interior

Me parecen palabras misteriosas. Pero su misterio me sobrecoge como un abismo de luz: Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Todo el que escucha al Padre, y aprende, viene a mí.

¿Y cómo se escucha al Padre? Tengo que entrar en lo más profundo de mí mismo, necesito silencio: Oigo en mi corazón: buscad mi rostro (Sal 26, 8).

Descubro en mi corazón un hambre y una sed insaciables. Si intento calmarlas con los consuelos de este mundo, al punto de probarlos me embriagan, pero después quedo insatisfecho y vacío. Ni el dinero, ni el poder, ni el afecto de las criaturas, ni los placeres de la carne pueden apagar esa hambre y esa sed. Aunque tomase el mundo entero y me lo tragase, al poco tiempo estaría de nuevo hambriento y sediento.

Pero si dejo de comportarme como un necio y decido no calmarlas, esa hambre y esa sed son la voz del Padre dentro de mí. Él las alumbró. Y Él mismo, el Padre, a través de esa hambre y esa sed me está diciendo: «Buscad mi rostro». Sólo Cristo, el rostro de Dios encarnado, puede saciar mi corazón.

(TP03J)

No es bastante

Soy hijo de Dios. Por mí mismo nada puedo. Pero me enseñaron que un hijo de Dios puede pedir la luna si le place. Sin embargo, a mí la luna no me basta. ¿Para qué la quiero? No tengo dónde guardarla. Yo quiero más.

Cristo ha resucitado corporalmente, ha invitado a los suyos a palparlo, ha comido y bebido con ellos… Yo quiero eso.

Yo lo resucitaré en el último día. Ahora me alimento cada día con el pan de vida. Y es maravilloso, dulce como la miel al paladar del alma. Pero no es bastante.

Ahora tengo vida eterna, gozo las delicias del cielo en lo más profundo de mi ser. Pero no es bastante.

Cuando muera, mi alma, libre ya de las ataduras de esta vida y de las pruebas y dolores de la muerte, volará hacia Dios y habitará en Él. Pero no es bastante.

Sólo cuando llegue ese «último día», cuando vuelva el Señor entre las nubes del cielo, cuando mi pobre cuerpo resucite y yo recupere mis ojos, mis brazos y mis labios, ya glorificados; cuando pueda mirar los ojos de Jesús, cuando pueda abrazarlo y besar las mejillas de María… sólo entonces será bastante.

(TP03X)

Danos siempre de este pan

Me cuesta entender a los cristianos que, pudiendo hacerlo, no comulgan a diario. Yo le pido a Dios que no pase un solo día sin comulgar, necesito desesperadamente ese alimento. Sé que quienes no sienten esa hambre es porque lo han probado poco. Pero a quienes he dicho: «Prueba a comulgar diariamente durante dos semanas, y verás que no puedes ya pasar sin ello» me han dado la razón. Cuando no se prueba, no apetece. Cuando se prueba, ese alimento se vuelve más necesario que respirar.

Señor, danos siempre de este pan. Es la traslación, en lenguaje sencillo, del «danos hoy nuestro pan de cada día» del Padrenuestro. La comunión no se compra, no se fabrica, no se obtiene con esfuerzo. Se mendiga al cielo como suplica un pobre que morirá de hambre si no es escuchado.

Cuidad mucho en estos días la comunión diaria. Es el escenario natural del encuentro con Cristo resucitado en esta vida. Allí, en ese encuentro, nos dice Cristo: Yo soy el pan de vida, como dijo a Moisés «Yo soy» desde la zarza. O como dijo a los apóstoles «soy yo» en el cenáculo. Entonces entiendes que, hasta que no comulgaste, tú no eras.

(TP03M)

Pan del cielo que lleva al cielo

Comienza hoy el discurso del pan de vida, que nos acompañará durante varias jornadas. Hay que saborearlo como se saborea la comunión, hay que gustar la dulzura de esas palabras y dejar que embriaguen el alma hasta llenarla con el gozo de un Dios que quiere morar en nosotros.

Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna. Desde el principio deja claro Jesús que va a hablar de vida eterna, de un alimento que no saciará los vientres, sino las almas.

Fue, quizás, el discurso más controvertido del Señor, y cuando terminó de pronunciarlo se quedó, prácticamente, sin discípulos. Lo tomaron por loco. Pero no entendieron ese comienzo, no se percataron de que Cristo hablaba de un alimento celeste.

La Eucaristía viene del cielo, es pan del cielo que nos lleva al cielo. Pasa por la tierra y por el cuerpo como un don, gracias a las sagradas especies y su apariencia de pan y vino. Pero, si se devora con fe y amor, tiene lugar esa comunión que nos eleva sobre el tiempo y el espacio. Ese abrazo amoroso entre Cristo y el alma en la eternidad es el cielo.

(TP03L)

Una deuda pendiente

SimónSiete sentados en corro al atardecer. Se miran y no hablan. Simón dice, mientras se levanta: Me voy a pescar. No dice «vamos a pescar», sino «me voy a pescar». Está abatido. Son sus primeras palabras en el evangelio tras el «no conozco a ese hombre».

Sabemos que Cristo resucitado se apareció a Pedro el mismo domingo. Pero está claro, a la vista de su desolación, que aquel encuentro no fue suficiente. Quizá fue muy breve, al pescador no le dio tiempo a hacer lo que necesitaba: pedir perdón. Tampoco hubiera sabido cómo hacerlo.

Es el Señor, exclama Juan. Y, de repente, Pedro se dispara. Se ató la túnica y se echó al agua. De nuevo prescinde de sus compañeros. Aunque en esta ocasión no le siguieron, prefirieron llegar en barca. ¿Por qué tanta prisa?

Porque no aguanta más. Llega empapado a la orilla y abraza a Jesús. Pero sigue sin saber cómo pedir perdón. Jesús le ayudará: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Tras la tercera pregunta, rompe al fin a llorar: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Jesús sonríe: Apacienta mis ovejas. Y el corazón de Pedro, ante esa sonrisa, al fin encuentra la paz.

(TPC03)

Los que piden cielo

Durante su vida mortal, a Jesús le pidieron muchas cosas. Pero no todas eran igual de importantes. Ni tampoco concedió el Señor todo lo que le pidieron. A quienes le pedían un signo del cielo se lo negó. Y tampoco complació a quien le pedía que intercediera para que su hermano partiera la herencia con él. Le pidieron que curase a muchos enfermos y los curó. Pero las grandes peticiones, las que verdaderamente importaban, fueron pocas. El buen ladrón, que ya tenía todo perdido en esta vida, pidió algo realmente grande: el Paraíso.

Señor, muéstranos al Padre y nos basta. ¡Y nos basta! Es decir: «Si nos muestras al Padre, no queremos nada más». No es lo mismo pedir alivio para un dolor de espalda que decir: Muéstranos al Padre y nos basta. Está claro que los tres años de convivencia estrecha con Jesús purificaron mucho los deseos de Felipe.

Un joven que comienza a rezar pide ayuda para aprobar un examen. Pero si se adentra por caminos de oración, a lo largo de los años sus deseos se van mudando de la tierra al cielo. Y entonces pide gracia, pide gloria, y pide almas.

¿Qué pides tú? ¿Qué deseas?

(0305)

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