«Me voy al cielo»… Me lo dijo una mujer, antes de salir de este mundo. Y sé que me decía la verdad. «¿Pedirás por mí?», le pregunté. «Pediré por ti». Y se marchó. Dejó aquí su cuerpo maltrecho como una red rasgada y salió, feliz, al encuentro del Amor que la llamaba.
¡Qué hermosa es la muerte de un cristiano! Así como el cayado de Moisés abrió las aguas del Mar Rojo, la Cruz, el cayado de Cristo, convirtió en hermosura la fealdad suprema, y pobló con ángeles la que era guarida de demonios.
Porque la muerte era nieta en línea directa del Demonio, hija del pecado y la traición. Hasta que el Hijo de Dios se adentró en ella, abrió en la Cruz sus brazos, y se la arrebató al Enemigo para convertirla en Crucifijo.
Y ahora la muerte de un cristiano tiene toda la belleza del Cristo de Velázquez. Está perfumada de Amor, es puerta abierta hacia el cielo, y reina la luz donde antes gobernaban las tinieblas.
«¡Mira, allí está!»… Y señalaba hacia una esquina del techo. «¿Quién?». «La Virgen. Viene a buscarme»… Y murió sonriendo.
Llamad siempre al sacerdote para vuestros enfermos. Que mueran como cristianos.
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