Una hora antes de escribir estas líneas he estado rezando, junto a una madre desconsolada, ante el cadáver de su pequeña hija que no tuvo tiempo ni de nacer. Apenas puedes hablar en momentos así. Sólo orar, callar y sufrir con ella. Porque es algo que no debería suceder. Una madre no debería tener que enterrar a su hija, somos los hijos quienes enterramos a los padres. Y si eso ya es doloroso, el entierro de una hija es terriblemente desgarrador. Aun así, le he dicho que realmente ha dado a luz a su pequeña. La ha dado a luz para el cielo, y desde allí ella cuidará de su madre.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. He ahí la espada que Simeón profetizó que atravesaría el corazón de María. La misma que atravesaba esta mañana el corazón de la madre con quien recé. La misma que atraviesa el corazón de tantas madres que lloran por la muerte del alma de sus hijos apartados de Dios.
Pero los dolores de una madre son siempre de parto. El dolor de una madre nunca se pierde.
(1509)