De Juan dijo Jesús que era el mayor de los nacidos de mujer. La Ley y los profetas llegan hasta Juan (Lc 16, 16). Y es que Juan es el último de los profetas de la antigua alianza, el que señaló con su dedo al Mesías. Bendito dedo de Juan. Y benditos, también, sus labios, que anunciaron la llegada del Salvador. Pero –no sé si os habéis dado cuenta– esos labios, aun cuando era el primo del Salvador, nunca pronuncian en la Escritura el nombre de Jesús. Le llamó el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, el que bautiza con Espíritu Santo, el Hijo de Dios… Pero nunca le llamó Jesús.
Ese nombre, esa familiaridad, estaba reservada al más pequeño en el reino de los cielos, al ladrón crucificado con Él, que era ya primicia de la nueva alianza… y a nosotros, nacidos del agua y del Espíritu y ungidos por el Santo.
¡Qué fácil es rezar, para los hijos de Dios! No te compliques, no busques largos discursos. Simplemente, allá donde estés, di: «Jesús». Repítelo una y otra vez, saborea en tus labios ese nombre hasta que se derrita el corazón. «Jesús», «Jesús», «Jesús»… Estás rezando.
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