Que Juan Bautista fue precursor del Mesías, incluso en su martirio, lo sabemos todos. Ese martirio fue anuncio de la Pasión de Cristo. Pero es preciso adentrarse en esos días de prisión y tormento, en esa noche terrible que atravesó el mayor de los nacidos de mujer, y estremecerse ante esas tinieblas.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras, que te lo daré».
Es muy hermoso, y muy romántico, si queréis, el ejercicio de abandonarse en manos de Dios. Pero estar a merced de una arpía, una frívola y un lascivo, y creer que Dios está ejerciendo su providencia a través de ellos no es tan fácil. No es lo mismo ser conducido por un ángel que ser encadenado y decapitado por un borracho. Eso es muy duro, es la puerta estrecha de la Cruz, la prueba suprema de la fe. Es el «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» del Bautista.
No te abandonas del todo en manos de Dios hasta que no te ves en manos de un idiota y rezas: «Hágase tu voluntad, no la mía».
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