Me lo contaron las religiosas que, en 2003, hospedaron a san Juan Pablo II en Madrid. Se lo encontraban de noche en la capilla, abrazado al sagrario y cantando. Supieron que cantaba canciones que su madre le enseñó de pequeño. Como un niño. Y era el coloso de Dios que dio varias vueltas al mundo proclamando el nombre de Cristo.
Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Estas palabras no son una invitación a la inmadurez ni a los infantilismos. De inmadurez e infantilismos, por desgracia, andamos sobrados, pero nada tienen que ver con la infancia espiritual. San Juan Pablo II era un niño, no un crío.
La infancia espiritual es un proceso interior que tiene lugar cuando el Hijo te va mostrando al Padre. Y es tanta la grandeza que se presenta al alma, y tan dulce la ternura que emana, que el alma, ante esa contemplación, se hace pequeña, muy pequeña… niña. Y se deja abrazar y mecer, acariciar y besar. Y calla. Y gime. Y canta. Y goza.
Hacia fuera sucede lo contrario. Ese conocimiento de Dios crea personas realmente maduras y responsables. Porque están en Verdad.
(TOI19M)

















