Jamás cometas el error de canonizar a nadie en vida; es tan temerario como condenar a quien aún puede salvarse. Si canonizas a quien aún tiene que ir al baño todas las mañanas, lo seguirás con una adhesión inquebrantable que no deberías prestar más que a Dios, y, si tropieza, caerás con él. La Iglesia sólo canoniza a los muertos. En el cielo no hay cuartos de baño.
Mira a Simón. Sus labios fueron labios de profeta cuando el Padre puso en ellos sus palabras: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo.
Y, poco después, esos mismos labios fueron altavoz de Satanás cuando, a través de ellos, el Tentador volvió a acosar a Cristo con la misma tentación del desierto: una salvación sin Cruz. ¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte.
En esta vida mortal, la misma persona –Simón, tú, yo– es capaz de lo más sublime y de lo más bajo. Por eso no debes canonizar a nadie antes de tiempo. Y tampoco creas que, porque Dios se sirvió de ti para una obra buena, ya estás confirmado en gracia. Más bien, abrázate fuerte a Cristo y pídele que jamás te separes de Él.
(TOI18J)