El Hijo de Dios se hace hombre y se acerca a los hombres como Mesías para salvar al pueblo. Lo que desea, por tanto, es que los hombres lo reconozcan como el Ungido de Yahweh, acudan a Él y se salven. Sin embargo, cuando Pedro lo reconoce y dice que Él que es el Mesías de Dios, Jesús les prohibió terminantemente decírselo a nadie.
¿Por qué?
Porque los hombres no podían entenderlo. Ni los propios apóstoles lo entendían del todo. Ellos, como los demás judíos, identificaban Mesías con esplendor, triunfo y gloria terrena. Por eso, inmediatamente les señala el camino de la Cruz: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Realmente, no lo llegaron a entender hasta que resucitó. Un rey que reina desde el Leño, desde la afrenta, desde el ultraje… no es fácil de entender. Hasta que miras y miras y te enamoras, y te roba Cristo el corazón desde la Cruz. Entonces, casi sin querer, se te escapa un «¡Rey mío y Dios mío!».
Entonces tú, que has conocido ese reinado, se lo dices a todo el mundo.
(TOI25V)