Me contaron una vez, en tono de broma, cómo había sido la muerte de la marquesa. Al final de una vida perfectamente rica, frívola y superficial, ya en su lecho de muerte llamó a los criados y les dijo: «Ha estado todo muy bien». Después se murió. Fuese, y no hubo nada.
Hoy habla el Señor de fuego, en plena calorina de agosto: He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Y yo he recordado a la zarza ardiente que vio Moisés. Ardía sin consumirse. El profeta no sabía que estaba ante el Crucifijo. De Él brotan llamas como esas lenguas de fuego que se posaron sobre los apóstoles en Pentecostés. Es fuego de Amor de Dios, fuego de Amor a los hombres…
Está cumplido (Jn 19,30). No es, precisamente, la muerte de una marquesa que agradece los servicios prestados. Es la muerte de quien sabe que ha venido al mundo a cumplir una misión, y exhala su último aliento como quien dice: «Misión cumplida».
Y es que hay dos tipos de personas: Los que creen que han venido al mundo a divertirse, y los que saben que tienen una misión que cumplir.
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