Síndrome de Estocolmo

Lo peor que puede pasarle a un preso es que se encuentre bien. Lo llamamos «síndrome de Estocolmo», ¿no? Le coge cariño al carcelero, le cuenta su vida, juega con él a las cartas y consigue que le den bien de comer. No se está tan mal aquí: no tengo que trabajar, me dan conversación, estoy entretenido y esta noche he dormido bien. Cuando vienen a liberarlo, dice que no, que ésta es su casa y allí se queda, y que no hagan daño al carcelero, que es su amigo.

Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación.

Mientras tanto, serán muchos quienes se horroricen porque el sol se cae, las estrellas se rasgan, los coches se queman y los teléfonos móviles empiezan a explotar pum, pum. ¡Que estoy en mitad de una serie, dad la luz!

Síndrome de Estocolmo.

Sólo quienes no hayan olvidado a Cristo, quienes no hayan dejado de llorar su ausencia, quienes nunca se hayan sentido en casa en este mundo gritarán de júbilo y saldrán gozosos al encuentro del Señor en los aires (1Tes 4, 17).

(TOI34J)