Una tienda en el Tabor

¡Qué bien comprendemos la petición de Pedro! Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas. ¿Quién, al ver transfigurado al más hermoso de los hijos de Adán, no querría habitar allí, para jamás dejar de contemplar esa gloria? Allí no hay lugar para la duda, la incertidumbre, el miedo, o la tristeza. Sólo caben el gozo, la paz y el Amor. ¿Cómo no desear permanecer?

Pero nuestra pobre carne aún tiene que ser purificada para poder habitar en esa luz. Es preciso que contemple, primero, la oscuridad del Gólgota; es preciso que padezca la frialdad de la muerte, abrazada al Crucifijo, para que después, pagados ya sus sábados, pueda ser introducida en el domingo sin ocaso. Tenemos otro monte que subir.

Con todo, la petición de Pedro puede y debe verse cumplida en nosotros, aunque de otra manera. Mientras nuestra pobre carne cruza las tinieblas, en lo profundo de nuestras almas en gracia se encuentra la tienda de Dios, de la que está escrito: Él me protegerá en su tienda el día del peligro (Sal 27, 5). Si el alma no habita en esa contemplación perpetua del Tabor, difícilmente resistirá la carne los rigores del Gólgota. Rezad mucho.

(0608)