Tu Magnificat
El Magnificat no es un poema; es un polvorón. Me lo tengo que comer, debo llevarlo a lo más profundo de mí y hacerlo mío. Porque la Virgen, mientras me lo regala, no quiere deleitarme, sino contagiarme.
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. No todos conocen estas alegrías del espíritu, ni estos clamores del alma. Para muchos, las únicas alegrías consisten en comer, beber, abrazar y dormir. Pero una sola gota de las mieles del espíritu trae al alma gozos infinitamente superiores a los del cuerpo.
Mi alma se alegra porque Dios me mira. Antes de mirarlo yo, me mira Él, y me mira con un Amor inmenso… a mí, que no soy nada, una partícula de polvo perdida en una tempestad. Pero «si algo soy, no siendo nada, es porque tú moras en mí». Morabas en el vientre de la Virgen, y moras también en mi alma por la gracia. ¡Cómo no alegrarme! ¡Cómo no proclamar tu grandeza, que se muestra al mirar con esa ternura mi pequeñez!
Debo concluir aquí estas líneas. El resto del Magnificat te lo dejo a ti…
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