Procuro no quejarme si los niños montan un poco de jaleo en misa. Los papás debéis vigilarlos; no hacéis bien cuando, en un exceso de piedad, os tapáis la cara para rezar recogiditos y dejáis al niño que corretee por los bancos de la iglesia y vaya tocando los bolsos de las señoras. Si al niño le da un berrinche, debéis sacarlo un ratito. Pero no dejéis de llevarlos a la iglesia; a Jesús le gustan los niños.
Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos.
Estas palabras debemos entenderlas bien. Al fin y al cabo, la inocencia del niño es fruto de la ignorancia. Pero cuando uno ha crecido, ha conocido el mal y ha pecado, volver a esa inocencia sólo es posible mediante una muerte y un nuevo nacimiento. Jesús se refiere, con estas palabras, a los hijos de Dios, a quienes han nacido de lo alto, a esos niños a quienes exhorta Pedro: Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada (1Pe 2, 2).
Bendita gracia, que nos rejuvenece hasta hacernos niños que se acercan a Jesús para ser bendecidos por Él.
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