Es un decreto misterioso: Dejadlos crecer juntos hasta la siega. En virtud de esta divina disposición, Dios permite que convivan, en el mundo, el trigo y la cizaña, el bien y el mal, la pureza y la inmundicia.
Más aún, dentro de nosotros, en virtud de ese decreto, se mezclan también trigo y cizaña. Padre, no sé si esta obra buena la hago por Dios o porque me siento bien. Por las dos cosas, hijo, por las dos cosas.
Trigo y cizaña se mezclan en nuestras obras, y diez minutos después de salir de Misa ya hemos pecado. Se mezclan, también, en nuestros pensamientos, que, tras elevarse a las alturas del cielo, se encuentran hozando en las miserias terrenas. En nuestros sentimientos conviven el amor a Dios con el rencor y la envidia… Tratamos, cada día, de purificarnos, de vivir del trigo y soportar pacientemente la cizaña sin permitir que invada nuestra voluntad, pero… ¿llegaremos a vencer totalmente al pecado antes de morir?
Hay un lugar, en lo más profundo del alma en gracia, donde todo es trigo. Allí se ha realizado ya la limpieza final, y sólo Cristo reina. Pero pocos alcanzan a entrar en ese lugar. Bienaventurados ellos.
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