Imagina que llegas por primera vez a un pueblo, y preguntas a un vecino por el camino hacia la plaza. El vecino te indica que, para llegar, debes subir por la cuesta que tienes a tu derecha. Y tú, entonces, te enfadas: «¿Por qué tiene usted que ponerme el camino cuesta arriba? ¿Quién es usted para decirme lo que tengo que hacer? ¡Yo no subo cuestas, yo las bajo! ¡Menudo dictador está usted hecho!»… El pobre vecino se encoge de hombros: «Vaya usted por donde quiera, sólo pretendía ayudarle. Pero le aseguro que, bajando cuestas, no llegará a la plaza».
Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Si no quieres obedecer al sacerdote cuando te muestra el camino del cielo, no la emprendas contra él, que él no quiere juzgarte ni obligarte. Ahora bien, esa palabra que él te ha dicho indicándote el camino, esa palabra que tú has querido ignorar, será la que te juzgue. Él fue buen pastor para ti, pero tú no quisiste dejarte guiar.
(TP04X)