Tras sanar al leproso, le dijo Jesús: Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación según mandó Moisés, para que les sirva de testimonio.
No se trataba sólo del cumplimiento de un precepto mosaico. Era una auténtica epifanía. Aquel leproso curado milagrosamente sería, ante los sacerdotes, manifestación de la divinidad de Cristo.
Epifanía deberían ser, también, nuestras vidas. Epifanía para nosotros mismos, epifanía para quienes nos rodean. No conozco, querido lector, tu historia; pero seguro que, si la repasas, encuentras en ella lo mismo que yo en la mía. Repaso mi historia desde la niñez y veo un auténtico milagro, algo inexplicable que sólo puede venir del cielo. ¿Cómo pudo Dios, del niño que yo era y del joven que fui, crear un sacerdote? ¿Cómo ha podido mantenerlo en el ministerio durante treinta años? ¿De dónde ha brotado esa alegría que llena mi alma, y que no es de este mundo? Mi vida me resulta inexplicable si el Cristo a quien amo no es Dios.
Lamento que, ahora, la palabra «testimonio» se entienda como un discurso pronunciado ante un público enfervorizado. Testimonio es, sencillamente, la felicidad de un cristiano. Es testimonio y es epifanía. No es preciso explicar más.
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