Soy tuyo, Padre

Retrocedamos dos días. El miércoles pasado considerábamos cómo, en el monte Calvario, hemos recibido la nueva Ley, y esa Ley es Cristo, Cristo crucificado. En el Crucifijo han sido llevados a plenitud los mandatos de la Ley antigua, que han saltado hechos pedazos como los correajes de un siervo.

El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser».

Posa tu mirada en el altar de la Cruz, donde Cristo ha ofrecido su sacrificio al Padre. Y verás allí plasmado y consumado aquel primer mandato de la Torah. Que tus ojos escuchen, Israel, el grito del Verbo que se eleva hacia el cielo.

¿Acaso no está diciendo el Hijo al Padre: «Todo mi corazón, traspasado por la lanza, es tuyo; toda mi alma de hombre es para amarte; toda mi mente, circundada de espinas, es alabanza a tu nombre; todo mi ser está entregado a Ti; te pertenezco, Padre»?

Ahora, sin dejar de mirarlo, díselo tú a Él: «Soy tuyo». O, con palabras del Apóstol: Vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios (1Co 3, 23).

(TC03V)