Publicanos de temporada
La parábola del fariseo y el publicano puede resultar cómoda o incómoda, según quién la lea y cuándo la lea. Cuando un cristiano piadoso se dispone a acercarse al confesonario para acusarse de sus culpas, no debería ser difícil hacer la oración del publicano:
¡Oh, Dios! Ten compasión de este pecador.
Con todo y con eso, no todos la hacen. En ocasiones, se nos presenta el fariseo en el quiosco de los pecados: Te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. «Ni como mi marido (cámbiese a «mi mujer» si procede). No hay quien lo aguante. Y yo soy muy paciente, ¿sabe? Pero llega un momento en que ya no puedo más, y ayer le tiré la plancha a la cabeza. No acerté, me cargué el espejo del salón».
Bueno, estas cosas suceden de vez en cuando. Pero, por lo general, un cristiano piadoso acude a confesar reconociendo sus pecados. No es demasiado difícil humillarse en ese escenario.
Cuando es difícil es cuando te humillan, cuando te tratan mal o te desprecian. Si, en ese momento, sabes decir: «Soy un pecador, lo he merecido por mis culpas», entonces, dichoso tú.
(TC03S)