Practicantes y contemplativos

Hace poco me preguntaba un joven: «¿Para qué me ha creado Dios?». No digo que sea una mala pregunta; todo hombre tiene una misión sobre la tierra. Pero esa pregunta es muy propia de nuestra generación, tan marcada por el sentido práctico. Todo debe servir para algo. Y yo, ¿para qué sirvo? Tan prácticos somos, que muchas veces, para decir que somos buenos cristianos, nos llamamos cristianos «practicantes». ¡Qué horror!

La primera pregunta no es «¿para qué?», sino «¿por qué?». ¿Por qué me ha creado Dios? Dios me ha creado porque me ama. Y si me ama, antes de saber cuál es mi misión, yo quiero disfrutar ese Amor. Deseo ver a Dios. Antes de ser práctico –o practicante– quiero ser contemplativo. Sólo seré eficaz si primero soy feliz.

El que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él. No puedo ver a Cristo con mis ojos. Pero puedo paladear su palabra y devorar su cuerpo. Cuando lo hago, Él se manifiesta ante mi alma por la fe. Y entonces, lleno de ese Amor, deseo entregar mi vida al cumplimiento de su voluntad. Ya sé «para qué» me creó: para amarlo.

(TPA06)