¡Oh, mano blanda; oh, toque delicado!
¡Pobre Señor! Salvando todas las distancias, en cuanto me imagino en su lugar saltan las alarmas de mi reloj advirtiéndome del riesgo de taquicardia.
Toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.
Si a mí se me echase la gente encima tratando de tocarme, me escondería en un pozo. Aunque tampoco me hace gracia lo contrario. Cada día, cuando veo cómo los feligreses ocupan los últimos bancos de la iglesia y dejan vacíos los primeros, dudo de la eficacia de mi desodorante. ¿Por qué harán eso?
En todo caso, aquel anhelo por tocar el cuerpo del Señor era preludio de la piedad eucarística. Aunque, en cuanto a la sensibilidad, la piedad eucarística no sacia ese deseo. No tocas el cuerpo de Cristo por tener en las manos la sagrada Hostia; los dedos se resbalan en los accidentes, y la sustancia se les escapa.
Pero del cuerpo del Señor sigue saliendo esa fuerza sanadora, más volcada ahora en las almas que en los cuerpos. Y falta nos hace, porque necesitamos más la sanación interior que la corporal. Comulga con fervor, deja que la Eucaristía se pose en tu alma, y quedarás sano.
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