Mira, contempla, y enloquece
«Este hombre ha enloquecido», pensó un letrado que pasaba por allí. «Le han puesto a un niño en los brazos, y ahora quiere morirse entre lágrimas. Aquí llegan niños todos los días. Estamos cansados de ver a mujeres que traen a sus primogénitos. Mira, por allí va otra. ¿En qué se distingue este niño de aquel? ¿O acaso este anciano nunca ha visto a un niño?»
No ha enloquecido el anciano. Eres tú quien está ciego. Este anciano es el abuelo de san Juan, otro vidente de lo invisible: Mis ojos han visto a tu Salvador. Son los ojos del alma, los de la fe, los que iluminan lo que impacta en la retina. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria (Jn 1, 14).
Simeón, como la Virgen, y como, después, san Juan, no ve; contempla. Y en ese niño, semejante en todo a cualquier otro, percibe al Verbo de Dios, lleno de gracia y verdad. ¿Cómo no enloquecer?
Igual que lo recibió aquel santo anciano, lo recibirás hoy tú, cuando comulgues. Y en lo que a los ojos parecerá pan, verá el alma al Verbo encarnado. Ojalá enloquezcas en cada comunión.
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