¡Hijos de Dios!
No debería haberme impresionado, pero, cuando un sacerdote amigo me lo contó, me impresionó. Estaba consagrando el pan durante la misa y escuchó dentro de él, con toda claridad, estas dos palabras: «¡Hijo mío!». A él tampoco le debería haber impresionado, pero casi tuvo que interrumpir la consagración.
«¡Hijo mío!»… Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco. Son palabras dichas por el Padre al Hijo. Pero, por eso mismo, eran también palabras del Padre dirigidas al sacerdote desposeído de su persona que actuaba «in persona Christi Capitis». Aquel sacerdote se sintió tremendamente amado, amado como hijo único. Lo era.
Es la gracia bautismal la que nos hace hijos de Dios. La belleza de esa gracia es desconocida para muchos. También muchos olvidan que somos concebidos en pecado, que nacemos muertos y entregados al Príncipe de este mundo. Y cuando el agua empapa el alma, la inmundicia de aquella culpa desaparece, y es el alma embellecida con las joyas y las perlas compradas a precio de la sangre de Cristo. Tan hermosa queda, que el propio Dios viene a habitar en ella.
Jamás –¡Jamás!– entregues ese tesoro celestial al Enemigo a cambio de la paga miserable del pecado.
(BAUTSRC)