El que sabe sabe

Algunas veces, parece Dios querer comerse el mundo. Nada tiene de extraño. ¿Acaso no devoramos nosotros a Dios cada día? ¿Y no nos sabe bien? ¿Por qué no iba Dios a querer saborear también el mundo que ha creado? Se queja en el Apocalipsis de que un mundo tibio le provoca el vómito (Cf. Ap 3, 16). Y nos pide que seamos nosotros, los cristianos, quienes aportemos sabor a la Creación.

Vosotros sois la sal de la tierra. Somos los encargados de que el mundo sepa bien. Pero, en español, el verbo «saber» está emparentado tanto con sabor como con sabiduría. En la medida en que somos realmente sabios, es decir, en la medida en que nos adentramos en el conocimiento de Cristo y saboreamos su dulzura, aportamos sabor y saber al mundo. San Isidoro era sabio y santo a la vez, porque se adentró en el conocimiento de Cristo y disfrutó de su sabor. Sus «Etimologías» saben a Cristo.

Pero si la sal se vuelve sosa… Si nosotros olvidásemos a Cristo, ¿qué sería del mundo? ¿Qué sería de nosotros? Quedaríamos convertidos en un grupo de personas con buenas intenciones. Y el mundo se volvería insípido al paladar de Dios.

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“Evangelio