El poeta y el apóstol

He leído cientos de veces el poema: «No me mueve, mi Dios, para quererte el Cielo que me tienes prometido (…) Que aunque no hubiera Cielo yo te amara». Y, cada vez que lo leo, se me llena de luz el alma con ese amor puro, reflejo limpísimo del Amor desinteresado con que ama Dios.

Pero eso no me impide comprender a Simón Pedro cuando pregunta: «¿Qué hay de lo mío?» Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar? Algún puritano le reprendería, y quizá le leyera el poema para recordarle que debe amar sin esperar nada a cambio.

El Señor, sin embargo, no parece disgustado por la pregunta. Incluso le responde, y le promete un trono, una retribución del ciento por uno, y la vida eterna. No está mal.

«Que aunque no hubiera Cielo yo te amara»… Pero, como lo hay, te pido. Somos hijos de Dios. No tengamos miedo a pedir recompensa, si la pedimos con humildad. No hay nada malo en convertir en súplicas nuestras renuncias. «Jesús, esto te lo ofrezco por…» ¿Cómo no va a entendernos quien, al entregarse a su Padre, le pidió, a cambio, nuestras almas?

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