El paraíso fiscal

Puede parecer un milagro «superfluo». ¿Por qué iba Jesús a servirse de su poder de Dios para pagar un impuesto? Si se prodigara en gestos como ése, acabaría el Señor convirtiendo a la Iglesia en un «paraíso fiscal». Pero lo que parece superfluo, cuando sale de las manos del Señor, abre ventanas por las que nos invade la luz del Cielo. En las entrañas del pez que Simón pescó en Cafarnaún se escondía algo más que un tributo al Emperador.

Dice san Pablo que Cristo, por nosotros, tomó la condición de esclavo y se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz (Flp 2, 8). Y aunque, según sus propias palabras, los hijos están exentos, Jesús se sometió a las leyes humanas, pagó los impuestos de los siervos, y se dejó juzgar y condenar por Pilato hasta morir crucificado.

Cógela, y págales por ti y por mí. No podía redimirnos, si primero no se sometía. Pero ese Cristo obediente hasta la Cruz, como aquel pez, lleva en sus entrañas el precio de nuestro rescate. La sangre que brotó de su costado, ofrecida a su Padre por nosotros, la entregamos como precio en cada misa.

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