El león que fue cordero

Hay algo majestuoso en la humanidad de Cristo. Las gentes sencillas, al conocerlo, se veían movidos a tratarlo con inmenso respeto, con veneración. Los propios demonios, ante el sonido de su voz, salían huyendo, porque reconocían en esa voz, y en esa majestad, la majestad del propio Dios. Ni siquiera clavado en la Cruz perdió Jesús ese tono de majestad, que cautivó al buen ladrón.

Había expulsado a los mercaderes del templo, que no temblaron tanto ante el látigo como ante quien lo empuñaba, y los fariseos, asombrados, le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad? No se explicaban el aire de majestad que veían en aquel hombre.

Pronto descubrieron que, aunque el Hijo de Dios había venido del cielo revestido de su autoridad regia, su poder, sin embargo, se lo había dejado junto al Padre. A pesar del señorío que parecía envolverlo, era fácil coronarlo de espinas, escupirlo y crucificarlo. Tan sólo había que evitar mirarlo a los ojos.

¡Qué aire de majestad rodea el sagrario! Y, sin embargo, ¡qué fácil es profanar la Eucaristía! Postrémonos nosotros ante esa autoridad, adorémosle, y así seremos admitidos en su presencia cuando Cristo vuelva revestido de poder.

(TOI08S)